Verónica Resucitada, una nota de Héctor Sánchez
                                   
La triste elegía de Verónica
Por Héctor Sánchez

—Pardo ha escrito una de las cinco mejores novelas de autor tolimense alguno y, ocupa un lugar destacado entre los destacados de la escena nacional—

Carlos Orlando Pardo, Héctor Sánchez y Olga Walquiria ©JEP
La ausencia lamentable de comentaristas literarios rigurosos sitúa al escritor en la doble militancia de narrar y asumir la crítica en los medios que aún guardan un espacio para ella. Yo apenas he comentado libros en no más de dos ocasiones. Una de ellas con Carlos Perozzo, escritor ya ausente y ahora con Carlos Orlando Pardo, en torno a su reciente novela Verónica Resucitada. Guardo un gran pudor frente a este hecho, porque soy solamente un prosista que aprende cada día a hacer lo mejor en este oficio. Analizar con el compromiso de publicar las conclusiones, no es mi idea, aunque no me detenga al hacerlo en privado y con la pretensión estricta de un lector que, es lo que soy en el mejor de los casos.  


Pero creo deber a Pardo no sólo estas líneas, sino el reconocimiento a su obra incansable, sobre todo en el relato corto que ha sido una de sus grandes pasiones. Apelo a este recurso porque así lo he entendido, pero también porque conozco su obra, única manera de honrar el trabajo crítico, evitando de este modo incurrir en la improvisación irritante o la banalidad insoportable de los eruditos armados en serie en las universidades que, conocen mucha teoría pero que desconocen la piel del escritor celebrado y que, apenas con las primeras letras en la lectura de la gran tradición literaria ya están listos para pontificar

Acabo de leer en dos sentadas de cuatro horas cada una, a Verónica Resucitada, novela, apenas publicada estos días en Pijao Editores, cuarenta años después de ser fundada. Recuerdo vivamente a Lolita Golondrinas, su incursión como novelista en 1986. Una historia vibrante, desenfadada y casi burlona de los días en que las caballeras largas hacían historia y creíamos posible, pasar del amor a la muerte, sin conocer el sufrimiento verdadero ni las revelaciones tortuosas de la mayor edad. Había allí mucho adjetivo, mucho optimismo, mucho refrán y una buena dosis de ese machismo festivo que aumenta nuestra larvada idiotez. Un libro divertido como eran entonces los años que en el setenta cambiaron los hábitos del mundo para siempre. Puede que no haya sido una novela revelación de las que hubo en aquellos años, pero si fue el relámpago inaugural de un narrador que amaba lo que hacía.   Carlos Orlando Pardo ha sido múltiple en el trabajo de vivir. Niño increíble en los parques del Líbano, donde asustaba a los otros niños de su edad y le pagaban por hacerlo. Teatrero infantil a lado de Sofía, su tía. Maestro de escuela. Hombre casado y padre de familia desde muy joven. Compositor de hermosas canciones. Funcionario público de gran representatividad. Empresario cultural que, es como estar un poco loco. Cuentista oral y por escrito. Novelista por probar y, acaba de hacerlo con una gran carga de profundidad.  
                                                       
“Los barcos no están hechos para permanecer en los puertos”, argumenta Verónica, la triste peregrina de esta historia que se perdió en la libertad de su auténtica vida. Una mujer espejeante, incontrolable y tan sorprendente que llegó a tener sucesivamente tres madres y, por tener tantas fue lanzada a la aventura de quienes se casan honorablemente con sus desgracias. Un circo se lleva a Verónica y la convierte en una libélula que vuela majestuosa en los intrincados vaivenes del trapecio y que, en los brazos del aparador que la recibe en cada vuelo encuentra el amor. Un hombre que perderá esa apuesta porque otro como él la cautivará y Verónica abandonará esposo e hijas para correr tras su corazón sin fronteras. “Me siento mala con él, pero me siento buena conmigo”, medita Verónica cuando huye para siempre.
                                        
En esta novela se rehace inmaculado el proceso creador descifrado por Henri Bergson, según el cual el mar narrativo es un fenómeno circular que no avanza, que permanece anclado mientras la memoria evoluciona para densificar la materia descrita. En la medida que el pasado se dilata, se preserva también indefinidamente. No hay futuro, tampoco presente, todo está en un tiempo corroído por el ajuste que intenta explicarse en la palabra escrita.                                             
Pardo alterna desde el pasado las vivencias de sus sorprendentes personajes. Los retrotrae desde lejanías con meritoria subjetividad y los determina en la misma dirección que la historia se cumple. Entre páginas, Verónica aparece una y otra vez en sus cincuenta y dos escenarios y, con el recurso monologante de su confesionario vergonzante, solitario y sin esperanza, se explica a sí misma por qué hizo lo que nos refiere el narrador. “De todos modos lo tendré muy a raya porque no me considero vagabunda sino aventurera”, suma Verónica a sus exculpaciones despiadadas. Los dos procesos, el amplio y familiar, corre paralelamente con la degradación física de la protagonista que arriba de los noventa años se entrega a la pena de morir con sus remordimientos. ¿Pero cómo lo hace? Busca a sus hijas que han perdido a Arturo, el padre y esposo abandonado, ese alquimista de la existencia que construye y labra muebles de madera y que pasa de comunista a rosacrucista y que, con la espada de su fe, neutraliza por tres años el mal que envenena su sangre, la leucemia. Arturo que se queda solo con el rencor insomne de una caballería por dentro, odiando a esa mujer que sin motivos lo cambió por otro. Una venganza árida en su cuerpo, pero que en el cuerpo de otros es la fuerza dominante y sobreviviente que tarde o temprano llega a su punto de encuentro.
  
Verónica orgullosa es recobrada por sus hijas. Sofía la artista, muere y Verónica con sus dolencias encuentra asilo en casa de Inés, la otra hija y allí se queda, sujeta a una cama, animándose con toda claridad a resistir la oscura noche del alma, sin rechistar, amparada solamente por la ventaja casi espuria de ser madre y abuela, aunque en los hechos sólo haya sido una renegada. “Yo no tengo remordimientos, hice lo que tenía que hacer”, medita en su irremediable caída.
                                                                                                          
Hay dos formas de abordar un drama familiar semejante, mediante la revancha infamatoria y la blasfemia, a la manera de George Bataille, de Jean Genet, de Frank Kafka o como lo ha hecho Carlos Orlando Pardo, con la piel del alma en la punta de sus dedos, desde una digna distancia, sin arpegios sobrantes, con adjetivos reducidos a los esenciales, con mano firme para conducir la narración a través de las tempestades referidas, sin el fácil y temido recurso del sentimentalismo que banaliza el arte de narrar, sin los ripios y muletillas que a veces asoman en libros menores. Sin concesiones, aunque con su temperamento comprensivo y bondadoso que, lejos de ser un lastre es un formidable don. Pero acude a mi memoria la mínima sentencia de una carta que don Fernando de Aragón envía a su esposa Isabel de Castilla: “El mayor castigo es la clemencia.”

En la primera lectura de Verónica Resucitada, sólo pude odiarla y añadí un montón de imprecaciones en su contra. En la segunda, corregida valientemente por su autor ya no pude seguirla odiando porque los detalles de su viaje por la vida, dejando inválida a su familia, me dejaron sin aliento, en esa triste hermandad de ángeles caídos que en el mundo somos casi todos, menos los castos y virtuosos que tienen un lugar en el círculo del Dante. Sentí por ella tanta pena como dolor y, me lo expliqué porque la conducta moral del lenguaje pulcro y sincrónico de la historia, consiguió el milagro de elevar a la categoría de arte el instrumento de su prosa.    
                       
Francamente no estaba seguro del resultado final del libro y me ha sorprendido a la mayor realización de mi esperanza. Quien iba pensar que me atreviera a decirlo cuando tanto repruebo ubicar los buenos libros en el escalafón de los rudos que combaten a los puños. Los libros son sólo buenos o malos, pero creo con mi exigente costumbre de elegir las lecturas y por lo que conozco, que Pardo ha escrito una de las cinco mejores novelas de autor tolimense alguno y, ocupa un lugar destacado entre los destacados de la escena nacional. No suelo regalar el elogio, porque éste y el éxito son muy difíciles de manejar y casi nunca se merecen, pero en este caso me limito a confirmar la emoción que me ha dejado la gratificante lectura de esta novela. Una novela que como ocurre con las de buena factura, es triste pero bella.  

Ibagué, febrero de 2012  

Así el Periódico El Tiempo destaca los 40 años de Pijao Editores

"40 años de Pijao Editores


Carlos Orlando Pardo, uno de los creadores de la editorial.
"La editorial de provincia más importante del país". Esta fue la justificación para el reconocimiento que le hizo en 1997 el Congreso Nacional a Pijao Editores, que desde Ibagué ha lanzado al papel a escritores del Tolima y de todo el país y que la próxima semana cumple 40 años.
"Les apostamos a los que por entonces eran nuevos y desconocidos autores y terminamos siendo la casa de los que hoy son considerados íconos de la literatura nacional, como Germán Vargas, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Manuel Zapata Olivella, Fernando Soto Aparicio, Germán Santamaría, Héctor Sánchez y David Sánchez Juliao", dice Carlos Orlando Pardo, uno de los fundadores. 
En total, Pijao Editores ha publicado 350 títulos y cerca de 500.000 ejemplares, no solo de literatura, sino también de referencia, como la Enciclopedia cultural del Tolima  y la edición digital Tolima total."
EL REGRESO DE CARLOS O. A LA NOVELA
Por: Benhur Sánchez Suárez
Para Inés de Pardo
La vida está llena de infinidad de absurdos que ni siquiera necesitan parecer verosímiles porque son verdaderos.
Luigi Pirandello
Dramaturgo y novelista

La muerte es el remedio de todos los males; pero no debemos echar mano de él sino hasta última hora.
Moliere
Dramaturgo y actor francés
Consideraciones generales
Benhur Sánchez Suárez
Hasta hace poco se pensaba que incluir en la ficción rasgos personales o familiares era poco menos que vergonzoso, egoísmo extremo o falta de elegancia, aunque lo cierto es que, si lo analizamos con detenimiento, casi toda la literatura parte de un entorno familiar.
O para decirlo de otra manera, surge del mundo que conoce el escritor, así lo que escriba sea producto solo de su imaginación. ¿Qué conocemos más que la familia? Entonces, ¿por qué se ha evadido el compromiso de llevarla a la literatura y de ponerla en escena, con todos sus defectos y posibilidades? Claro, me refiero a la propia familia, a esa desnudez que tanto asombra al individuo y a la sociedad, por lo que se es tan proclive a la invención y a la mentira, según Freud, y que los escritores remiten a otras familias, imaginadas o reales, donde están convencidos que confluyen su conflictos y los de la humanidad.
Aquella creencia sobre la familia también era llevada de la mano por la manida discusión sobre la rural y lo urbano, que tantos desafueros y desconocimientos ocasionara en nuestra historia literaria en el siglo pasado, en donde lo rural pasaba a ser lo vergonzoso y la metrópoli la cúspide de la inteligencia y la vanguardia.
Meras especulaciones, por fortuna, en las que, sin embargo, muchos perdieron el rumbo y se negaron a sí mismos desarrollos más auténticos. Tal vez esa vergüenza estuviera asociada a la también socorrida premisa de la búsqueda de universalidad, búsqueda que fuera uno de los conflictos intelectuales más acuciantes que nos endosara el proceso de reconocimiento de nuestra razón de ser y su inclusión en la civilización occidental. Esa misma que nos ha tocado padecer desde los tiempos de don Cristóbal.
De quienes cayeron en la trampa de hacerse universales porque anclaron los escenarios de sus ficciones en el viejo continente, pocos pasaron el examen. Y, quizás por esos mismos complejos, a muchos de nuestros escritores los obligó la sociedad a nombrar sus escenarios con nombres imaginarios a cambio de los reales, algunos de los cuales pasaron al cenit de la literatura, como Macondo, el más trascendental de todos.
Con el paso del tiempo, la vergüenza de nombrar el solar nativo ha dado paso a una eclosión de lo local, en el entendido que lo universal son los sentimientos y las emociones, no los escenarios donde se sienta o se expresa o se ejerce el imperio de los hombres. Tal vez este regreso a los primordiales entornos sea una respuesta al acoso de la globalización, esa propuesta impersonal y deshumanizante que padecemos, aunque de tan jugosos dividendos.
Entonces la familia vuelve a ocupar el sitio que le corresponde, principio y final de todas las cosas. Al fin de cuentas es en la familia donde se desarrollan y crecen casi todos nuestros fantasmas, donde se da rienda a los grandes amores y también a los odios profundos, donde se heredan las culpas o los fracasos, los éxitos y las virtudes, las perfecciones y los defectos. Y es indisoluble del territorio de la infancia, el más preciado y saqueado de los tesoros del hombre.
Volviendo al principio, las historias personales y familiares son el eje hoy de la novela moderna, en el sentido de la totalidad que encarnan: acción, historia, conocimiento, ideología, y de la que no se excluyen los procesos escriturales como lo intertextual y lo híbrido, lo meta-ficcional, la semántica, el desarrollo tecnológico, la lingüística, mucho menos el bagaje intelectual, como punto de vista, que pueda aportar el paradigma que elija el escritor para desarrollar con él sus percepciones del mundo.
Para ejemplo ahí están Libertad, la novela de Jonathan Franzen, tan reconocida en estos momentos por los medios como uno de los íconos de la novela estadounidense de hoy; la novela Purga, de Sofi Oksanen, la finlandesa que ha puesto a su tierra a recorrer los idiomas del mundo; y aquí está Verónica Resucitada, novela con la cual regresa Carlos Orlando Pardo a la ficción de largo aliento, que empieza desde ahora a reclamar la atención, tan ansiada aunque impredecible, de los lectores.
Por centrarse en la familia estas novelas adquieren el aliento de obras autobiográficas, sin dejar de ser ficcionales, aunque, en un sentido más amplio, las experiencias y conocimientos de los contemporáneos también pueden pasar a ser personales y hasta familiares cuando son captados y asimilados por el escritor. La cultura, entonces, se convierte en familiar al hacerse propia en el entorno vivencial del escritor.
Por lo anterior, pienso que Verónica Resucitada se enmarca dentro de este concepto de novela moderna que, partiendo de un hecho tan particular y local como la familia, reafirma y refresca la historia nacional. La hace nueva y la comprende. La reescribe y la testifica. Y cumple con creces el reto de narrar la familia con el valor suficiente para desnudarla pero al mismo tiempo con la calidad necesaria para inmortalizarla a través de la literatura.
Ese transcurrir de Verónica, ese insertarse con acierto en la vida común, es un desarrollo que comprende también el desarrollo del país a través de un tiempo relativamente largo, una época, que abarca varias vidas, uno de los tantos requisitos que ha de ostentar un suceso para ser Historia. Pero como no es Historia, ni como definición ni como tratado de sucesos, así se sustente en hechos reales, el uso del lenguaje vendrá a darle la connotación de novela, su carácter literario, y será el diálogo que entable con el lector, entre su realidad y la ficción propuesta por el autor, el que finalmente permita que la obra haga parte del conocimiento general. Para el lector, lo narrado debe parecer real, es decir histórico, verosímil, única manera de lograr que se sienta identificado con él.

La novela
Verónica es una mujer que se ha negado a sí misma como familia porque su objetivo de alcanzar su utopía personal le indica que debe decidir abandonar a su esposo y a sus hijas, pero, al mismo tiempo, ella ha sido negada por la familia, porque ya la considera ubicada en ese lugar que queda después de la vida.
Mayor negación que la ausencia parece no existir sobre la tierra. Y la novela, para mí, es una gran metáfora sobre la ausencia, más que del dolor o de la enfermedad, más que de la inevitabilidad de la muerte.
El juego comienza cuando Verónica necesita recuperar su tiempo perdido, a sabiendas de la dificultad de lograrlo y, cuando menos lo piensa su familia, se hace visible cuando ya la vida le demuestra que es improbable que alcance ese objetivo. El símbolo más fuerte del lazo espiritual de esa relación es la foto que Arturo, esposo de Verónica, conservó toda la vida bajo el colchón, pero que sólo es descubierta después de su muerte.
Y es una gran metáfora porque en el fondo es el narrador quien desea recuperar la vida de Verónica para escribirla, para narrarla y dominar la catarsis que produce estar entre lo conocido y lo desconocido, entre el rumor y la verdad, entre la ficción y la realidad, entre la invención y los hechos cumplidos, aquellos que, por supuesto, ya no podrán cambiarse, ni siquiera repetirse. También está su deseo de aclarar episodios de otro tiempo para calmar su curiosidad y completar la biografía familiar que, hasta ese momento, ha permanecido inconclusa, a merced de los vaivenes y caprichos del tiempo.
Pues bien, lo cierto es que Verónica resucita, no de la muerte sino de la negación y del olvido, y esa es la anécdota de esta novela que Carlos Orlando Pardo empezó a madurar desde los tiempos de su juventud, capturando detalles, compartiendo anécdotas, sumando recuerdos, conservando frases inconclusas y miradas reveladoras, filtrando datos a la sazón inverosímiles, pero siempre rodeados de la magia de lo fantástico, de lo descomunal, de lo increíble, de lo trascendental, de lo burlesco y de lo que, para un escritor como él, es algo que no se puede dejar de escribir.
La familia, entonces, se reafirma como la razón y la esencia de la novela. Así que la memoria del narrador es fundamental para que la historia adquiera credibilidad y para que discurra de forma clara y amena ante los ojos del lector, como en efecto ocurre a lo largo de sus páginas. Un narrador así es un testigo fabuloso, ya que, como se ha dicho tantas veces, al fin de cuentas no somos más que lo que recordamos. O, como se dice ligeramente por ahí, lo que no se recuerda ya ha dejado de existir.
En este sentido Verónica resucitada es una totalidad armónica porque el autor no ha dejado fisuras ni en sus personajes, ni en su trama ni en la historia y porque ha sabido completarla con detalles de la época, datos precisos que identifican el momento histórico, cuando no con imágenes y episodios que ha sabido sacar con paciencia del depósito incalculable de su imaginación. Se acerca, entonces, a lo que dijera Fiodor Dostoievski: “la verdad es siempre inverosímil; para darle verosimilitud, hay que mezclarle un poco de mentira”.
Pero la novela es ante todo una gran historia de amor, primero entre Verónica y Arturo, la raíz, el origen de esta saga, cuya ruptura no impide que continúe cada uno por su lado en la búsqueda del reencuentro, que se sustenta en la conservación del recuerdo, en la nostalgia del pasado, en la conformidad con la ausencia, y después deriva hacia sus hijas y sus nietos, que siempre apuntalan su búsqueda vital en el respeto, el afecto y el amor. Es ahí donde se bifurcan las historias, destinos que confluyen después, en la época de las decisiones, los arrepentimientos y el adiós.
Además, la novela es un homenaje a las artes escénicas, ya el circo, ya el teatro, ya la literatura que se dialoga, pero siempre el arte concebido para el escenario. Es como si la unidad de la familia la constituyera un cordón invisible centrado en la actuación, primero en la forma como Verónica y Arturo se evaden de sus respectivos hogares con el anhelo del circo, punto de encuentro bajo el cual construyen sus noches de gloria en el trapecio y, después, en la manera como sus descendientes continúan la búsqueda inconsciente del aplauso, ya Sofía e Inés con la música y el canto, como “Las alondras del llano”, ya Sofía con Luís Alberto en el teatro y en la televisión, ya sus nietos ensayando el circo, la comedia y la escritura, como el escenario mayor, y, al final, una biznieta haciendo contorciones para los aplausos, prefigurando una nueva artista en la saga familiar.
Páginas memorables, estas del circo y la vida al interior de la carpa, ese universo que se traslada como el aire, que es ubicuo y siempre está presto a impulsar el mundo mágico de la fantasía. Un valor agregado, diría yo, a las calidades de esta novela donde, si una clave hay que buscar, es ese trapecio que oscila como un sueño entre la parafernalia del espectáculo, las luces, los gritos de asombro, y los aplausos interminable grabado en el corazón.
Además, a pesar de ser una tragedia acumulada, sobrellevada por distintas ausencias y abandonos, o la narración del desarrollo de una familia acompañada por lo trágico, es, sin embargo, una novela optimista, de victoria frente a la adversidad, con la cual su autor nos entrega la dimensión de sus conceptos sobre la vida a través de unos seres nacidos para el arte, que hicieron lo que querían o lo que tenían qué hacer para copar sus días y noches de creación, a pesar de los obvios despeñaderos de las dudas, las equivocaciones y la culpa o la resurrección anhelada en el perdón.
“Mi vida es ahora la suma de lo que merezco y no puedo dormirme fácilmente. Me despierto con frecuencia como si la paz me fuera esquiva y no pudiera respirar. Ahora la noche es triste y sólo se ilumina cuando florecen los aplausos de otros días donde aparezco alucinada y luminosa, pero pronto surgen las sombras al comprender la verdadera dimensión del instante en que me fui”. (p. 229)
Son introspecciones de Verónica en los momentos supremos de la lucidez y del adiós.
Reveladora de la sociedad colombiana del siglo pasado, desde principios de siglo hasta la muerte definitiva de Verónica en la década de los ochenta, tres generaciones, escrita con el lenguaje cálido, preciso de las remembranzas y de la sencillez, lo más difícil de lograr para un escritor, y a través de varios planos narrativos que se entrecruzan, Verónica resucitada sale a la vida pública en procura de los aplausos, tal vez prolongación de aquellos que le valieran volar por los aires en su realidad pretérita, y le merecen ahora el honor de una novela como esta.
De esta manera Carlos Orlando Pardo resucita a Verónica para que continúe alojada, merecimientos del destino, en el mundo de la pista de aserrín, es decir, en el mundo de la magia y la ficción.

Ibagué, Altos de Piedrapintada II,
febrero de 2012.
EL REGRESO TRIUNFAL DEL NOVELISTA HÉCTOR SÁNCHEZ
Por: Carlos Orlando Pardo
Tras nueve años de vivir en México y doce en Barcelona, el retorno a su tierra del triunfante novelista tolimense Héctor Sánchez Vásquez se cumplió hace algún tiempo. No vive en Ibagué sino en su casa, un lugar amplio y apacible con mecedora en el balcón para sus tardes de lectura y una selecta biblioteca con los autores de su predilección. Al frente de sus ojos un parque poblado de farolas y a lo lejos un paisaje de montañas. Cocina él mismo con la pasión de un chef y a veces cuando ha terminado su jornada concentrado en la escritura incansable de sus libros, invita a sus amigas y escritores a compartir una cena, una copa de buen vino, un tequila al estilo azteca o un escocés a las rocas condimentado con su conversación exquisita.

Desde hace 45 años empezó su carrera literaria sin tregua alguna y sin ocupar nunca ningún puesto diferente al de su escritorio, ha sobrevivido con decoro dedicando su vida a la cultura. Escribe ocasionalmente notas para revistas extranjeras, ofrece conferencias en universidades, canta en las noches de bohemia acompañándose de su guitarra y viaja cuando le pica el deseo de volver a ser un trashumante. Figura entre los escritores más significativos de América Latina de la generación que sucedió al boom encabezado por Gabriel García Márquez y sus libros aparecen rodeados de expectativa en las más sobresalientes editoriales de México y España, Chile y Argentina, sin descontar las de Colombia. Ahora, desde febrero, Pijao Editores inicia una nueva colección al conmemorar sus primeros cuarenta años con su novela El robo de la cañonera, un libro de aventuras que sucede en el Amazonas. Héctor Sánchez tiene en su recorrido no pocas notables distinciones. Ganó el Premio Nacional Esso con su novela Las causas supremas que fuera llevada a versión de telenovela bajo el título de El Faraón y fue finalista en el prestigioso Premio Rómulo Gallegos que conquistara William Ospina, una especie de Nobel para América Latina. Está incluido en importantes antologías de cuento, uno de ellos rodado en película y su obra es objeto de estudios académicos en universidades, apareciendo con honores tipográficos en Manuales de historia de la literatura y hasta en un libro dedicado a su vida y a su obra. Para la próxima Feria Internacional del Libro en Bogotá, antes de partir a la de Guadalajara en noviembre como invitado especial, también saldrá reeditada su novela Entre ruinas, en la selecta colección azul de Caza de Libros, cuya primera salida estuvo patrocinada por Carlos Barral, en la editorial Argos Vergara de Barcelona. Como si fuera poco, para la primavera, El robo de la cañonera se lanzará con su presencia en Madrid, Barcelona, Lisboa y Paris, no sin haberla presentado en las más importantes capitales colombianas, promovido por su editorial.

HÉCTOR SÁNCHEZ
Lejanos parecen los años en que se fue a México dirigiendo el grupo de teatro de la Universidad la Gran Colombia y decidió unas horas, antes del regreso, romper su tiquete. Quedó al amparo del poeta Álvaro Mutis, quien lo llevó a las editoriales a servir como lector, lo contrató para la MGM en el doblaje de películas y lo estimuló junto a García Márquez para que escribiera sus novelas adivinándole el talento. Fue en un coctel con ellos que conoció a María Antonia, una mujer mayor a quienes los maestros le aconsejaron no fijarse en ella, pero como un niño al que le prohíben una golosina, terminó atrapado entre sus fauces. Había sido la mujer del hoy presidente de Cuba y en su casa, que era antes la de Pablo Neruda, se escondieron las armas que llevarían en el barco Granma para iniciar la revolución cubana que derrotaría la dictadura de Batista. Se enamoraron y de esas pasiones tormentosas salió la novela Mis noches en casa de María Antonia, publicada por Pijao Editores. El famoso pintor tolimense Darío Ortiz había escuchado con anterioridad la anécdota y le dijo que si la escribía le regalaba un cuadro para que comprara una casa. Y así fue. Es la que actualmente goza junto a una secreta colección de libros firmados con otro nombre distinto al suyo y que publicaba el Fondo de Cultura Económico de México sobre temas, por ejemplo, como las enfermedades mentales allí. Conoce a profundidad El Quijote y ofrece charlas apasionantes sobre el libro. Amigas suyas como Walkiria, la consagrada compositora e intérprete a quien él adora, le dedica conciertos privados en su casa junto a sus amigos como William Ospina o Benhur Sánchez, y prepara cenas exquisitas. Como la que hará en febrero, tras sus giras, para celebrarle el comienzo de una renovación vigorosa en su tarea literaria. Y brindar por la revista Pijao que sale dedicada a su vida y a su obra. 
Una fiesta con 350 títulos y 500 mil ejemplares
PIJAO EDITORES CUMPLE 40 AÑOS

El próximo 21 de febrero inicia la celebración de la que ha sido considerada como la mejor editorial de provincia del país.
En 1972, dos jóvenes escritores tolimenses que habían figurado en varios concursos nacionales de cuento vendieron su escaso salario de maestros de escuela para publicar Las primeras palabras, un libro conjunto en el que reunieron ocho textos premiados y que se convertiría, casi sin saberlo, en el volumen número uno de Pijao Editores.40 años, 350 títulos y 500 mil ejemplares después, la empresa fundada por los hermanos Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo ha sobrepasado las fronteras de Ibagué para instalarse en las bibliotecas más importantes del país y de América Latina.
“Le apostamos a los que por entonces eran nuevos y desconocidos autores y terminamos siendo la casa de los que hoy son considerados íconos de la literatura nacional como Germán Vargas, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Manuel Zapata Olivella, Fernando Soto Aparicio, Germán Santamaría, Héctor Sánchez y David Sánchez Juliao, entre otras tantas decenas de escritores colombianos”, afirma Carlos Orlando Pardo quien durante estas cuatro décadas pasó de publicar pequeños libros en papel periódico a obras enciclopédicas de gran formato y a libros electrónicos que hoy son puntos de referencia obligado en la historia cultural del país.
Reconocida por el Congreso Nacional y por la Cámara Colombiana de la Industria Editorial como la editorial de provincia más importante del país, Pijao Editores ha desarrollado una trabajo de investigación, rescate y difusión de los valores culturales no sólo del Tolima sino de Colombia. Congresos nacionales que marcaron a toda una generación, encuentros, seminarios, revistas y suplementos literarios han sido el pan nuestro de cada día de los hermanos Pardo que han creado no sólo una editorial sino una titánica empresa cultural.
En los últimos cuatro años la editorial ha confirmado su protagonismo en el concierto nacional e internacional. “En el año 2008, en un hecho sin precedentes, lanzamos de un solo golpe 50 novelas de autores colombianosen una bella colección que se convirtió en el hecho más importante de la Feria del Libro de ese año y en el 2010 apareció Tolima Total la primera gran enciclopedia multimedia que reúne años de investigación sobre el departamento”, señala Carlos Orlando quien personalmente ha dirigido buena parte de las investigaciones que hoy son patrimonio cultural y memoria histórica de la región.
 El próximo 21 de febrero, en el Centro de convenciones Alfonso López Pumarejo de Ibagué, a la seis y treinta de la tarde, Pijao Editores inicia la celebración de sus primeros cuarenta años con el lanzamiento de tresnuevos títulos:El robo de la cañonera del consagrado novelista Héctor Sánchez Vásquez y Verónica Resucitada Los adelantados de Carlos Orlando Pardo.
Escritores y gestores culturales de todo el país, miembros del gobierno nacional, regional y local, se reunirán en Ibagué para rendir un justo homenaje no sólo a una editorial sino al esfuerzo de los hermanos Pardo que hicieron de su primer libro de cuentos, el sueño de cientos de escritores colombianos y de una empresa, una de las quijotadas más memorables de la cultura nacional.

Recuadro
DIAS CLAVES EN LA HISTORIA DE PIJAO
1972. Pijao Editores aparece en el mundo cultural con el libro Las primeras palabras de los escritores Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo.
1976. Aparece la antología La violencia diez veces contada de Germán Vargas Cantillo que se convierte rápidamente en un hito de la literatura nacional y referente obligado en años posteriores.
1980. Pijao Editores convierte a Ibagué en el centro de la cultura nacional al organizar el Primer Encuentro Nacional por la literatura que reunió a más de 300 escritores, directores de revistas y suplementos literarios durante tres días, evento que daría origen a la Unión Nacional de Escritores.
1984. Aparece la antología El Tolima cuenta, que reunió a todos los escritores representativos para entonces del departamento. Su lanzamiento, presidido por Otto Morales Benitez y Manuel Zapata Olivella y realizado en la Universidad Javeriana ocupó los titulares de la prensa nacional.
1986. La biblioteca de autores tolimenses, como llamó Pijao Editores a su colección, lanza 12 libros de nuevos autores del departamento en un acto masivo en Ibagué.
1990. En el marco de la III Feria Internacional del Libro, Pijao Editores lanza 15 títulos de su colección, convirtiéndose desde entonces en la editorial de provincia de más prestigio en el país.
1991. Pijao Editores organiza el Congreso Internacional de norteamericanos colombianistas con la asistencia de cuarenta críticos de Estados Unidos.
1995. Aparece el primer libro enciclopédico de Pijao: Protagonistas del Tolima Siglo XX, que es hasta el día de hoy, el libro más requerido por los tolimenses en la Biblioteca del Banco de la República de Ibagué, con más de 100 mil consultas.
2002. Pijao lanza la Enciclopedia Cultural del Tolima, cinco tomos de gran formato en donde se incluyen los libros Músicos del Tolima siglo XX, Novelistas del Tolima siglo XX, Cuentistas del Tolima siglo XX, Poetas del Tolima siglo XX Diccionario de autores tolimenses.
2007. Pijao lanza el Manual de Historia del Tolima, tres tomos y 1.500 páginas escritos por los historiadores más importantes del departamento.
2008. Pijao Editores se atreve a lanzar en un solo acto la colección 50 novelas colombianas y una pintada, 51 mil libros de los novelistas colombianos más importantes del siglo, en un evento que fue catalogado por la prensa nacional e internacional como el más importante de la Feria Internacional del libro de ese año.
2010. Pijao Editores entra en la era del libro electrónico publicando Tolima Total, Enciclopedia Multimedia.
2012. Cumple 40 años, 350 títulos publicados, 500 mil ejemplares e inicia una nueva colección con novedosos formato.
Miguel Ospina dijo adiós (1934-2012).
Por: Carlos Orlando Pardo
MIGUEL OSPINA GÓMEZ
Cuando mi libro Los adelantados se encuentra a pocas horas de impresión y ofrezco los últimos ajustes para dar el visto bueno, me sorprende mi hijo, a quien celebramos el cumpleaños, con la noticia de la muerte inesperada del compositor y poeta Miguel Ospina Gómez. Como siempre ocurre en estos casos, la confidencia produce un escalofrío inesperado y un dolor por su ausencia repentina, por cuanto no existía ninguna señal que nos hiciera prepararnos para el infortunio. La semana anterior, apenas a seis días, nos encontramos casualmente en la cafetería Juan Valdés, donde nos saludamos con el mismo afecto de ya no pocos años. Tenía el mismo tono fresco y cantarino de su voz melodiosa, la infaltable compañía de Deysi, su sombra inspiradora y sin la cual no era fácil verlo por la calle y aquella amabilidad proverbial y caballeresca que lo vistió por siempre. Conversamos poco amenazándonos con que pronto deberíamos dialogar largo para contar de nuestros sueños y hablar del libro inédito de poemas que conservaba. Finalmente lo vi alejarse por la avenida hasta que se perdió. Ahora se me vienen en tropel las historias que me contara cuando lo entrevisté para el libro Músicos del Tolima Siglo XX y los años en que fuera mi profesor de filosofía en la Universidad, su época de rector en la misma institución, sus viajes a los Estados Unidos para especializarse en educación superior y el último cargo que tuvo como rector del Conservatorio de Música. Igualmente las noches de bohemia, algunas en su casa, donde nos contaba cómo no había cumplido aún los seis años cuando Miguel Ospina, el viejo, le regaló el primer tiple que tocó en su vida. Era uno de esos pequeños  y ensoñadores instrumentos  que construía Saturnino Madrigal  en la vereda   Santa Marta  del Municipio  de Coyaima, por allá  a finales  de la  década  del treinta. Remontarnos a los orígenes de la historia musical de Miguel Ospina es regresar a la Coyaima  de su infancia  donde nació  un 22 de  noviembre de 1934  en  medio  de una familia de músicos  con los que aprendió, antes que las primeras letras, las primeras canciones de ese inacabable repertorio con el que llenó  más de medio  siglo de su existencia. Al lado de su padre, un viejo jugador de gallos que tocaba el tiple, aprendió  a reconocer y a querer los rumores del río Saldaña  en las tardes  cálidas  de pesca, el amor entrañable por la música y las primeras melodías  que juntos cantaban  desde el vaivén  grato de una  enorme  hamaca  mientras  su madre, Eugenia Gómez, le enseñaba  con amorosa paciencia  las primeras  letras un par de años antes de cumplir  la edad necesaria para entrar a la escuela.Miguel  Ospina, el viejo, el “Cantor del Pueblo”,  se  fue un día con su música hacia la eternidad y entonces la familia, luego de vender la casa por cien pesos,  se marcha para Ibagué donde el  niño Miguel inicia la primaria en la Escuela Boyacá.  Allí  conoce al maestro Darío Garzón, su profesor de música y el iniciador definitivo de su quehacer artístico,  hace parte de todos los conjuntos musicales  y participa en eventos inter-escolares para ser seleccionado como representante en el programa que por esos tiempos presentaba  La Voz del Tolima, donde actúa como solista  y luego en dueto acompañado en la segunda voz  de José María Ruiz. Al terminar la primaria, gana por concurso una beca  de la Secretaría de Educación  e inicia  el bachillerato  en el Colegio de San Simón  en el año de 1948. Nuevamente Darío Garzón aparece  en  su  camino musical  como maestro  y director del coro estudiantil.  En  esa época conoce a Álvaro Villalba  y es su compañero de curso  Pedro J. Ramos;  y  todos juntos  asimilan las enseñanzas  y el estilo  del maestro mientras Miguel perfecciona la ejecución del tiple  al lado del también profesor de música Alfonso Viña Calderón.  Finalizado el bachillerato en  1953, comienza su carrera como docente en el Colegio Cooperativo junto a Carmenza Rocha, plantel en el que trabajó dos años para luego ingresar al  Conservatorio de Música  del Tolima  en las masas corales por los días en que era su director el maestro Italiano Nino Bonavolonta.  En el 56, y gracias a una beca del concejo municipal que gana otra vez por concurso, ingresa a la Universidad Nacional de Colombia  para estudiar filosofía y letras, carrera que sigue impecablemente, siempre con matrícula de honor.  Combina sus estudios superiores con las clases de latín en el Colegio de la Presentación de Chapinero, en uno de los periodos más fértiles de su producción artística en los géneros de  poesía y música.  Ofrece por esos días recitales como canta-autor  en la Menéndez  y Pelayo de la  Universidad  Nacional  y en la  emisora Nuevo Mundo  de Bogotá  en el programa  de  Tocayo  Ceballos, así  como también en Ondas  del Puerto de Girardot,  La Voz del Espinal,  La Voz  del Gualí, en Honda, La Voz de Bogotá  y Ondas de Ibagué en el año de 1958.  Al año siguiente es acogido por la Universidad Nacional  para representarla en el Primer Festival Nacional del Folclor en Ibagué, y en el mismo año, 1959,  es galardonado  por el presidente  Alberto Lleras Camargo  con la Medalla Tiple de Oro en el concurso de Composición  e Interpretación  Universitaria,  haciendo dueto con Luis Enrique Parra,  dueto que ellos bautizaron Los Ibaguereños  y con el que se convirtieron  en los embajadores  del departamento en Bogotá,  ofreciendo recitales  en los clubes  más importantes  de la capital,  entre ellos  el centro Social  Tolima  Grande  y el Club  del Comercio. A comienzos de la década del sesenta, Miguel Ospina publica fragmentariamente su obra ensayística y poética en diferentes suplementos literarios, en el periódico La República con notas de la escritora Dolly Mejía,  siendo director Silvio Naranjo Villegas y en otros medios de comunicación  escritos.  Ese mismo año regresa a Ibagué llamado por el gobernador Rafael Parga Cortés que lo nombra director del departamento de  extensión cultural  del Tolima, adscrito a la Secretaría de Educación Departamental,  cargo en el que reorganiza la Biblioteca Mutis  y la trastea definitivamente del Conservatorio al primer piso de la Gobernación, mientras que en la sala Alberto Castilla  realiza gran variedad de eventos, entre ellos el primer recital de poesía tolimense  donde participan  Juan Lozano y Lozano, Luis Enrique Sendoya,  José Pubén,  Jorge Ernesto Leyva, Luz Stella,  Liborio Aguiar  y el mismo Ospina leyendo y recitando sus poemas así como  el Encuentro  Nacional sobre la Violencia en Colombia  con la presencia de  Orlando Fals Borda,  Gerardo Molina  y el sacerdote revolucionario Camilo Torres. Al renunciar al cargo  en Extensión Cultural,  se vincula a los colegios de San Simón,  Oficial de Señoritas,  Jiménez de Cisneros,  San Luis Gonzaga y Normal de Varones como docente, hasta su nombramiento como catedrático de la Universidad del Tolima en el año de 1961. 

En la Universidad funda  el departamento de Humanidades, es decano de estudiantes, director  del Instituto de Artes Básicas  y Ciencias,  jefe de Extensión Cultural,  decano académico,  representante del Ministro de Educación ante el Consejo Superior, en una inagotable actividad  humanística y profesional  que lo llevó a pensionarse luego de 33 años de servicio.  Entre 1975  y 1977  fue rector  del colegio de San Simón.  Magíster de la Universidad de Michigan, E.U.,  vicerrector académico  del Conservatorio  de Música del Tolima, editorialista  del diario El Nuevo Día,  delegado de Sayco para el departamento y catedrático en la Universidad Cooperativa de Colombia, son, entre otras, algunas de las tantas actividades  que Miguel Ospina realizó  en su largo período intelectual, incluyendo al final la dirección del Conservatorio de Música donde estuvo por algún tiempo.

En su vasta producción musical, donde letra y melodía nacen simultáneamente como una devoción sin fronteras por su amada tierra, Miguel Ospina evoca sus horas infantiles al arrullo melodioso del Saldaña  en su danza Dulce Coyaima Indiana, consagrada como el himno de su pueblo e inmortalizada entre otros intérpretes por el dueto de Garzón y Collazos.  Otras danzas suyas son Ortega tierra guerrera,  donde se hace perpetuo el espíritu de Quintín Lame;  Natagaima  o la evocación a Cantalicio Rojas,  La ibaguereña,  Danza madre tierra,  Son de cuna coy   y  Lamento Campesino,  los bambucos Pasión indiana,  Brilla el fuego de tu amor,  Desvarío,  Compadre Gumercindo,  Calentanita tolimense  y  Stella Márquez;  Los pasillos Como mueren las tardes, Chinita campesina,  Venadillo Manurá,  homenaje al cacique de ese pueblo  escogido como el Himno Municipal;  Qué mas quieres de mí,  ganador del primer premio  Centauro de Oro  en el Festival de la Canción Colombiana  de Villavicencio  en el año de  1976. 

También se encuentran entre su producción los boleros  Rosas y Sueños,  Confesión,  Preludio,  Amor eterno, Lamento;  el torbellino  Opitorbellino  y otras páginas inspiradas en su terruño, en la mujer tolimense o en nuestras fiestas tradicionales, recogidos en los largas duración Dulce Coyaima Indiana  que interpretan Garzón y Collazos, Como mueren las tardes  de los Hermanos Casallas,  Qué mas quieres de mí, grabado por el dueto Viejo Tolima y por Guillermo Giraldo, Venadillo  Manurá  y Negra mía. Otras canciones de grata recordación son Ibaguereña primaveral  y el bambuco fiestero Noche de San Juan, declarado  fuera de concurso en el Tercer Festival Nacional  del Bunde en el año de 1975;  o las más recientes  La tarde y tú , nacida  en un atardecer  mientras viajaba con su esposa  Daissy,  con la que estuvo casado desde  1960  y que fue fuente permanente de su inspiración  musical  y Cómo me duelen los hijos, recordando a Claudia Patricia,  Miguel Ángel y Alexandra, sus hijos amados.

Entre otros,  ha recibido  Miguel Ospina  el Primer Premio del Festival Nacional  de la Canción Colombiana  de Villavicencio  en 1976  y en el mismo año la Orden del Bunde  en el Espinal  y la Orden del Pacandé en Natagaima;  pergamino  y Medalla de Oro  Venado de Oro, en Venadillo,  1980,  y la Orden Ciudad Musical un par de años antes en la ciudad de Ibagué; el Diploma al Mérito  SAYCO, Bogotá, 1982;  La Medalla Alberto Castilla en 1983;  la Orden Garzón  y Collazos  en  1989;  la condecoración  que lleva su nombre otorgada en Coyaima en el año de 1990 y la Medalla Cacique  Calarcá  de la Gobernación Departamental.

    Agrupaciones como el trío América de Medellín y el dueto Los Inolvidables, han interpretado temas de su autoría como Qué más quieres de mi, y la danza Cómo me duelen los hijos, incluida también por el grupo Tierra buena fue su último trabajo discográfico.Luego vendría una etapa importante como delegado social de Sayco, en donde logró la afiliación de sus asociados a un régimen de salud, un proyecto que asegura parte del futuro de quienes alimentan la historia musical del departamento.En noviembre de 1999 asume la dirección del Conservatorio del Tolima con el objetivo de modernizar la institución y buscar una educación cada vez más personalizada, pero pronto se retira de sus claustros.Como el título de su libro inédito Una canción vital profunda, igual  fue hasta hoy la existencia de Miguel Ospina Gómez, un verdadero “Pijao de gran altivez”,  como lo define en la danza Dulce Coyaima Indiana. Así fue  Miguel  Ospina, el hijo de Coy  y el hijo  del Cantor del Pueblo, el mismo que desde sus canciones nos ha enseñado a querer por igual los remansos vespertinos del Saldaña  y el paisaje todo de ese Tolima que respira siempre en cada nota musical.
Carlos Fuentes en Colombia.
Por: Carlos Orlando Pardo.

Qué refrescante sentir la presencia del consagrado escritor Carlos Fuentes en Colombia, primero en el Hay Festival de Cartagena y ahora en el Gimnasio Moderno en Bogotá. Como es natural para una gigantesca figura de la intelectualidad latinoamericana en el mundo, todos los más importantes medios, sin excepción, registraron reportajes, fotografías y declaraciones que jamás dejan de interesar. No tuvimos la ocasión feliz de saludarlo por encontrarnos sumidos en los preparativos del comienzo de la celebración de Pijao Editores ahora el 21 de febrero en Ibagué, pero fue de nuevo como sentirlo cerca, al estilo de los tres días que pudimos compartir durante largas horas con él en Costa Rica hace ya pocos años. La entrevista que nos concediera con la sencillez y la sabiduría que acompaña a los grandes, nos permitió la experiencia inolvidable de aprender y descubrir otros secretos de un autor que empezamos a leer muy temprano sin perder el rastro de ninguna de sus muchas obras. Tenía entonces temor de venir a Colombia, pero su solidario entusiasmo y admiración, amistad y devoto seguimiento a Gabriel García Márquez, lo trajo empujado a Cartagena varias veces, empezando por el día en que la Real Academia de la Lengua Española se desplazó a rendir el tributo merecido cuando nuestro premio Nobel cumplió sus primeros 80 años. Carlos Fuentes que nació en Panamá pero es considerado un autor mexicano, anduvo por el mundo gracias a las circunstancias de ser su padre embajador de la república azteca en varios países, lo que lo convirtió desde entonces en un ser cosmopolita, sin perder nunca la esencia mexicana ni en su manera de ser ni por lo que contaba en sus libros. En la actualidad vive largas temporadas en Londres donde puede pasar desapercibido muchas veces y cumple su meta de escribir porque es lo mejor que puede hacer y lo que quiere, levantándose desde las seis de la mañana, preparándose su desayuno y sentado en su computador hasta la una en que sale a almorzar, para entregarse a la lectura desde las tres y en la noche asistir al teatro o a conciertos. Sólo le falta entre los muchos honores que ha recibido por los cinco continentes ganar el premio Nobel, que tiene merecido hace ya muchos lustros, pero no es fácil, por más que tenga los requisitos, que lo entreguen en la misma década a un escritor de lengua hispana. No lo obtuvieron otros grandes que sería largo enumerar, aunque no lo necesitaron para inscribirse en el rango de los clásicos y de los inmortales. No se trata de un autor preocupado sólo por escribir y hacerlo bien, con pluma maestra, sino también empecinado en estudiar y dilucidar los problemas del mundo en mesas redondas, en comités y en artículos y ensayos permanentes que cumplen con su aporte lúcido para contribuir a la discusión de temas álgidos como el de la mafia y sus productos que ahora azota su país, por lo que no tiene dudas en pedir abiertamente al mundo que legalicen la droga, una manera real de solución, lo que puede causar escozor entre sectores tradicionales, pero que mirando el tema a fondo puede convertirse en una salida para parar, ante la impotencia de los gobiernos para hacerlo, tanta violencia y tanta muerte junta, ante todo porque el consumo, particularmente en los Estados Unidos, no disminuye. Evoco aquellos días en Costa Rica donde presidía con asistencia de los ministros de educación de toda América Latina, un gran foro con el propósito de convertir la educación en la agenda central del Siglo XXI.  Allí enfatizó en demostrar, cómo la educación es un proceso que empieza desde la cuna y acaba al borde de la tumba. Nos alegra entonces su presencia por nuestro país y sólo invitamos a quienes no lo hayan leído, emprendan esta aventura para solazarse con la buena prosa aunque los temas ensombrezcan el entusiasmo porque la literatura, salvo la que pasa por Corín Tellado, no es precisamente el reino de la felicidad.