La utopía en la literatura


La utopía, ese lugar que no existe, ese plan, proyecto o doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación, pareciera ser la comarca preferida de todos aquellos que se han atrevido a soñar en aparentes imposibles. Sin embargo, es gracias a esas temeridades que la humanidad ha logrado sus avances. El hombre vive más en el territorio de la imaginación que en el de esa realidad real, la que de manera simple lo convierte en un ser limitado que puede ir del punto A al punto B sin romperse ni mancharse. De allí que sean los utópicos, a lo largo de la historia, los únicos que han hecho posible el avance del hombre desde sus tiempos más remotos. Por eso no se trata de seres que entre dos males los escoge a ambos, sino de aquellos que pretenden asaltar las estrellas sin ningún rubor cuando lo dicen. Nada hay entonces más grato que conversar con quienes hacen de la imaginación una bandera, se conjeturan las cosas que nunca ocurrieron pero pueden llegar a suceder y hablan en apariencia de lo que no existe pero que puede ser posible. No se busca el elogio de la locura sino el de la reflexión, el de la creación, que en un campo concreto como el de la literatura, hace posible un mundo abstracto mediante las palabras. Es quizá en el arte y la literatura donde de mejor manera saltan los ejemplos para comprobar la necesidad de la utopía y para saber que esa gran metáfora del mundo, que esa suma de metáforas, conviven como seres vivos con el universo del pragmatismo. Porque la realidad ficticia existe hasta el punto en que a un lugar de la mancha van centenares de turistas a ver con sus propios ojos la ruta del Quijote, los molinos de viento o la taberna donde este personaje se enamoró de Dulcinea. Y qué no decir de los amantes de Verona cuya casa, con habitaciones decoradas a la época, reciben la mirada curiosa de quienes pretenden ir un poco más allá de la leyenda que universalizó Shakespeare en Romeo y Julieta. Por esa razón, en un mundo donde los valores bursátiles reemplazan todos los otros, en donde el consumismo y la búsqueda afanosa de símbolos de estatus hacen que lo subjetivo sea mirado con desprecio y que se asuma una actitud desdeñosa para quienes ejercen el oficio de la palabra, es más que positivo que se organicen encuentros en instituciones educativas, en calles y parques, en universidades y comunas, en museos y bibliotecas, en la estación del tren o en plazoletas. Esos espacios de encuentro que abundan en todo el país, merecen los aplausos, mucho más cuando entre el producto bruto interno no se ofrece el hallazgo del inteligente, siempre menospreciado porque nace de la rebeldía pero conduce persistente a los inefables caminos del amor y de la convivencia.


A LOS 148 AÑOS DE FUNDADO EL LÍBANO
Soy orgulloso de haber visto mi primera luz en aquella aldea que se fundara un día como hoy, el 27 de enero hace 148 años y que en la actualidad es un pueblo lleno de historia y esperanza. El decreto de José Hilario López como presidente de la Asamblea y firmado en Natagaima en 1866, nos refiere cómo tiene la oficialización de quien años más tarde liberaría los esclavos en Colombia. Todo el itinerario de la aldea a los tiempos que cruzan, nos deja la seguridad de su vinculación desde la montaña a los diversos procesos culturales y políticos que tuvo la nación. Isidro Parra como su primer alcalde, pionero de luchas y progreso es su magna figura histórica, a quien devoto seguí a lo largo de no pocos años.
Desde 1963 cuando tenía 16, tuve en mis manos el libro Arrieros y fundadores de Eduardo Santa que mis tías paternas compraron para repartir orgullosas entre sus amigas en Bogotá. Se trataba del primer proceso detallado sobre quienes fundaron El Líbano, mi pueblo natal, producto de la colonización antioqueña. Lo leí como un libro de aventuras y aquella epopeya casi bíblica habría de marcarme desde entonces. Pasó medio siglo y a lo largo del camino me tropecé no pocas veces con historias semejantes y con otras que el maestro Eduardo Santa iba profundizando alrededor de este fenómeno del siglo XIX, hasta que la curiosidad me llevó a pensar en escribir una novela sobre este itinerario. Duré por lo menos 13 años en la lectura de otros textos y en conversaciones que me conducían a tomar apuntes y a imaginar cómo sería mi trabajo, acercándome a un tema no bien explorado de aquel proceso como fue la llegada de los franceses a lo que era Colombia y la presencia de una monja clarisa que arribó de la mano de Desiré Angee, uno de los primeros pobladores junto a dos coterráneos suyos. ¿Que lleva a que una monja convencida se case o se una, mejor, con un francés ateo? Es parte de lo que decidí contar desde el interior de los personajes, pero más allá, el épico suceso de un puñado de colonizadores antioqueños que huyendo del hambre en su tierra dieron lugar a la creación de más de un centenar de municipios colombianos. Toda esa variopinta sucesión de  hechos notables en el siglo XIX quise dejarlos allí, no tanto para tratarlos desde lo que algunos llaman la novela histórica sino como una ficcionalización de la historia donde el movimiento entre la aventura, el romance, la guerra y la muerte tienen su escenario.
Los ejes temáticos que transcurren en esta novela, se mecen con marcada tensión entre la persecución y la muerte, las guerras y la lucha por la tierra, los enfrentamientos por las ideas y la búsqueda persistente de un paraíso donde viva la paz. Una monja que huye del destierro al que la confina el presidente Mosquera, un arquitecto francés que llega a la construcción del Capitolio Nacional huyendo de las posibles catástrofes después de la caída de Napoleón y un colono que funda pueblos y al que le cobran sus creencias con el asesinato, son los protagonistas de la obra. Si los menciono, allí están Mercedes González, Desirè Angee y el general Isidro Parra que cruzan sus destinos al calor de las guerras sucesivas del siglo XIX. La monja vestida de civil enfrenta la más terrible de sus batallas que era consigo misma tambaleante entre la castidad y el placer, el infierno anunciado por violar sus creencias y el cielo que le ofrecía la circunstancia de descubrir su cuerpo y sus sentidos. Precisamente el ciudadano francés ateo Desirè Angee encarna su tentación y su tortura, su salvación y su nunca antes soñado estado de la libertad y el amor. El general Isidro Parra, liberal íntegro, encarnó el diverso ejercicio de espiritista, empresario, minero, traductor, educador, pionero de la industria del café, guerrero de atinados aciertos y estratega, agricultor enamorado de su oficio, fundador de un pueblo próspero y culto y en esencia, el de un humanista. Se trata de un retrato íntimo y apasionante alrededor de seres excepcionales. Es mi homenaje desde lo literario a esta población que llena mi espíritu de orgullo.