CARLOS GRANADA Y EL COLOR DE LA VIOLENCIA

La noche del 26 de febrero a los 82 años, dejó de existir en Bogotá el consagrado pintor tolimense Carlos Granada, quien había nacido en Honda en 1933. E1 talentoso trabajo realizado con una temática corno la suya, donde se estetiza la violencia, pronto habría de sorprender a los especialistas que ya en 1959 le otorgaron un premio especial en el Salón Nacional. Eran tiempos en que los críticos se movían entre los parámetros de máxima exigencia y frente a ello, en 1963, no dudarían en entregarle el primer premio por la obra A solas con su muerte. Al año siguiente será premiado en el Salón Grancolombiano, de Cali, y en 1968 obten­drá el premio especial en el XI Salón de Artistas Nacionales. En 1969, como para coronarlo, es declarado fuera de concurso en el Salón Nacional realizado en Bogotá.

Este admirable ejecutor de la interrelación vida-muerte, en el campo de fuerzas encontradas que habita su pintura, formó su propio lenguaje sobre un modelo perceptivo no racional de la realidad. Nació en Honda pero se trasladó al Líbano con su familia donde cursó el bachillerato en el colegio Isidro Parra. En aquel poblado transcurrió buena parte de su infancia, los primeros años de estudio, los juegos infantiles y al fondo la atmósfera de violencia que sacudía al país. Aquel sitio donde era usual presenciar el descenso de los muertos por las aguas del río y cuyos campesinos engrosaron, en su mayor parte, el índice de las estadísticas mortuorias de ese tiempo horroroso, va a quedar grabado en el recuerdo y las pupilas del pintor que no entendía bien cómo se segaban la alegría y la existencia.

Pero este hombre cuyo mayor afán siempre fue la libertad, que desconfiaba de cualquier elemento que tuviera que ver con la autoridad y que odiaba el sistema por haberlo hecho despertar en medio de la sangre, comenzaría un camino lejos de su hogar cuando, por desavenencias con su padre, iniciaría una vida lejos del Líbano, ciudad que siempre consideró como su verdadera patria chica.

Su paso por pueblos como Villahermosa de donde fue expulsado por una sociedad conservadora que no lo veía con buenos ojos; Buenaventura y sus muelles, entre otros lugares del occidente colombiano, fueron después el hogar de este futuro artista que desde aquel tiempo soñaba con las mujeres suecas y danesas detenidas en las fotos de los marineros y que descubrió la vida a través de momentos tan desgarradores que su carácter se moldeó de acuerdo con sus propias contradicciones lo que, según dice, lo hace feliz pues se entiende consigo mismo.

El consagrado maestro alcanzó su título en la escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional. Tiempo atrás había decidido que aquel gusto por el color y las figuras de su infancia deberían marcar su vida de manera total.

Se especializaría luego en pintura mural en la afamada Academia de San Fernando, en Madrid, gracias a una beca que ganara en el Instituto de Cultura Hispánica y, más adelante, mediante una del Icetex, viaja por Francia, Italia. Grecia y los Estados Unidos visitando escuelas de Bellas Artes y perfeccionando su oficio. Durante este viaje estudia los museos de una manera singular: autor por autor y obra por obra, en un ejercicio que practicó hasta su muerte.

Sus exposiciones individuales transitaron por Bogotá, Cali, Medellín. Manizales, Ibagué, Barranquilla, Cartagena, Madrid, La Habana y Washington y su contribución a las colectivas en otras tantas ciudades y países. Con Taller 4 rojoexpuso en sindicatos, agremiaciones campesinas y barrios populares. En 1960, cuando realiza su primera muestra individual en Madrid, entiende perfectamente que transita por un camino propio al comprobar que no se parece a ninguno delos otros pintores de su época. Es lo que la crítica advierte ese mismo año al realizar una exposición en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá y otra en 1962 en la Unión Panamericana de Washington.

En Casa de las Américas de Cuba, en 1969, verifica con su nueva individual la atracción que ejerce su pintura y en 1975 el Museo de Arte Moderno le abre las puertas para exhibir su obra con justificada publicidad. En 1980 expone simul­táneamente en las galerías Belarca y San Diego de Bogotá y en el 84 en la Galería Arte Autopista de Medellín.

En cuanto a exposiciones colectivas, Granada ha participado, a partir de 1957, en el X Salón de Artistas Nacionales en Bogotá, en la Bienal de Venecia en 1958, en la exposición de Pintores Neofigurativos en Washington en 1962, en la de Arte Colombiano en Puerto Rico en 1965 y en la de Testimonios, en Caracas, en 1966. Así mismo se registran la de Testimonios en Cuba, en 1967, su participación en 1979 como Invitado Especial a la Tercera Bienal de Arte en Medellín, la de Sexo y Violencia en 1986 realizada por la galería Belarca de Medellín y la Colectiva de Buenos Aires en 1984. En 1987 expone en La Fauna, de Medellín, y en 1991 en la de Pintores Colombianos. A ésta le sigue su muestra de la Moss Galery, de San Francisco, Estados Unidos.

Carlos Granada fue, además de profesor por espacio de muchos años, director del Departamen­to de Bellas Artes y del Museo de Arte de la Univer­sidad Nacional en 1977. En 1990 fue declarado Profesor Emérito de esta Universidad.

Su oficio de docente fue el único que ejerció aparte del de pintor, pues siempre rechazó los cargos de escritorio que le ofrecían desde que fue considerado como uno de los mejores exponentes del arte plástico en el país. Pues este maestro, que gozaba con la sensibilidad de sus alumnos y con la fuerza y vitalidad con la que ellos van trazando su arte, creyó que fue menos lo enseñado a lo aprendido de ellos.

Los críticos han visto en su obra una etapa inicial que desglosa el ámbito de la violencia y otra en que maneja la imagen del horror interno cuidadosa­mente reprimido. Muestra en el gesto de los rostros la pérdida de la ilusión profundiza en los oscuros abismos del hombre contemporáneo que vomita angustia y se atraganta con ella. Granada es, como bien lo afirma Mario Rivero, el pintor que más se aproxima a la verdad dionisíaca, va más allá de la belleza en busca de 1o excitante con las nociones gemelas del erotismo y la libertad.

El maestro de lo alucinante, que refleja el infierno del hombre elevando su voz de violencia, libertad, erotismo, deseo y angustia, se mueve en el gran espacio de sus cuadros como pudo hacerlo en sus tiempos de adolescente, cuando fuera encerrado y perseguido en su época de Villahermosa. Esos holocaustos que pinta, donde la soledad hace su agosto y la agresividad expresiva se convierte en valor, no tienen el tono lastimero de los artistas de pancarta ni el tremendismo tétrico de tantos autores, sino el ímpetu de un volcán en erupción. Ahí está el mundo con una sociedad sin opciones dentro de un apocalíptico resumen que se destruye como una victoria trágica entre la desmesura, el placer y el dolor.

Para honrar su trabajo, que exalta lo visual, fueron varios los homenajes a Carlos Granada en su tierra del Tolima. Recibió la condecoración Ciudad de Ibagué en octubre de 1993, donde con su reconocido valor señaló la importancia de reabrir la escuela de Bellas Artes en el departamento y la trascendencia que tendría la apertura del Museo de Arte moderno. En 1994, en el Líbano, la Casa de la Cultura abrió el Salón de exposiciones que lleva su nombre.

Este pintor amante del bolero porque encontraba en él la vitalidad y la libertad, halló en el color lo visceral y la emoción pura, calidades que también encontró en sus hijos. Y siguió ahí, en el ejercicio de las mil y una lecturas que hizo de cada cuadro hasta considerar que no tenía nada más que decir. Creía que el verdadero valor de una obra está en lo que aparece entre líneas o subyace en el lienzo.

Granada fue de los pocos artistas "comprometidos" capaces de defender el contenido ideológico con razones estéticas. Marcó el orden en que vivió, las condiciones de existencia que le depara una sociedad en donde no hay opciones: una realidad social que da una respuesta negativa a su necesidad de fe, de comunicación, de poesía, es decir, al sentido de coherencia exigido por su espíritu.

Y es que a este pintor le tocó vivir en el Tolima violento. Ese que cuentan los libros de historia y nuestros abuelos. Un Tolima donde flotaban río abajo, los cuerpos sin vida de los campesinos. Quizás esta es la razón por la que se dedicó a pintar, en una época, todo lo contrario de lo que le rodeaba: erotismo, vida y sexo, en una búsqueda de lo pro­fundo a través de la sensualidad como otra expre­sión existencial.

Al ir más allá de la belleza en busca de lo excitante, su expresión conlleva una apariencia seductora que se podría sintetizar diciendo que en su obra se siente de algún modo la alegría de la destrucción. Como afirmara Mario Rivero: "la orgía de una victoria trágica en la cual la desmesura se revela a la vez en el placer, en el dolor y en el conocimiento".


Con el temor a perder una libertad que creyó ganada, se consideró un hombre feliz que cumplió con sus sueños de manera cabal y que nunca ha perdido el valor. En el fondo de todo pensó y vio el mundo de una manera distinta, con la sabiduría que le brindó la sencillez y el orgullo de ser uno de los mejores pintores de Colombia y América Latina.
Música de parcas de Omar Alejandro González Villamarín

La región en particular tiene una orfandad notoria en la falta de nuevos narradores aunque no de poetas, sobre todo en una larga última década que parecía estar reclamando otros nombres. Es aquí donde bien vale la pena reseñar el libro iniciático de Omar Alejandro González Villamarín, un joven escritor que apenas sobrepasa los 30 años y dirige el taller literario de la Universidad del Tolima. El licenciado en Lengua castellana que ahora cursa su magister en literatura, ya venía empujando su nombre al ganar concursos de cuento y poesía, escribir notas críticas en revistas y periódicos o agitar debates sobre su tema en el seno de su institución.

Música de parcas es entonces un libro de cuentos de diversa extensión que ofrece un trabajo ricamente imaginativo con apalancamiento en un bien manejado lenguaje literario, dominio de la técnica, conocimiento del oficio, economía de palabras y temas novedosos, sin que deje de advertirse un juego de re-creación bajo textos de maestros del género. Se advierte aquí un oficio en la tarea lejos de la improvisación y que deja al final el grato vestigio de cómo enfrentamos a un futuro escritor de gran aliento y que sin duda hará ruido en los años venideros. La brevedad es muestra de conciencia, mucho más cuando se ilumina y se devela todo un universo bajo la presión de la dificultad  de lo conciso. No es fácil aunque pareciera y allí reside parte de su magia.

 Lo asuntos nos remiten al encanto de la captura sensible del tránsito del momento en algunas horas quietas, el ilusorio entresijo del juego de espejos, finales sorpresivos, el goce de lo aparentemente insignificante y el relámpago iluminador sobre la  fugacidad de la existencia. Todo parece pasar sin que pasara nada y sucede de todo en la intimidad de aquellos personajes. Paneado este mundo se olfatean las continuas reflexiones, la búsqueda del ser y del amor, del conocimiento y la aventura en detalles que sólo a un escritor le es dado examinar, al igual que están impregnados de cierta dosis existencialista, algo de nostalgia y un sabor de muerte. Parecieran en apariencia sondeos de lo que pudieran ser textos más amplios, borradores de un ejercicio, gimnasias verbales, inquietudes filosóficas y religiosas, encuentro con la entelequia y ante todo la captura de lo cotidiano bajo mundos monótonos alterados por una mirada, un encuentro fortuito, la revelación imprevista de cosas de familia e inclusive la atrayente y expectante historia de un crimen bajo una historia insólita.

En el certero e inteligente prólogo que le escribe otro escritor reciente como Carlos Arturo Gamboa, es fácil develar cuáles son y enumeradas con argumentos académicos, algunas de las virtudes de este libro. Llegamos como lectores a identificarnos en la importancia de resaltar ¨la reflexión constante sobre el oficio de la escritura, la confrontación entre mundos oníricos, irreales y reales…¨, al tiempo que con la coincidencia feliz de que aquí se advierte un camino esperanzador.

Vale la pena detenerse en un libro que como Música de parcas nos deja deleitar de lo puramente literario, precisamente en un país donde la anécdota con cualquier lenguaje se convierte cínicamente en obra y hasta con el mote de exitoso. Con razón Omar Alejandro González obtuvo distinciones con su trabajo y las seguirá ganando con la mejor de ellas que es dejar lectores satisfechos y no desencantados.