EL
COMPADRE FELIPE DIJO ADIOS.
A
Lizardo Díaz que acaba de morir en este noviembre en que ya comienzan los
preparativos de la navidad, no lo vi nunca más después del 14 de octubre
de 2001 cuando decidimos tomar un aguardiente. Fuimos despacio hacia una tienda
de la esquina del conservatorio de música como si en medio de mucho gentío
arrastráramos la soledad y el desconsuelo. Conservamos silencio mientras sus
ojos azules se perdían dentro de sí mismo evocando algunas de las centenares de
escenas vividas junto a Emeterio a lo largo de 42 años de historia conjunta.
Ingresaba su compañero de casi medio siglo en la vida artística al territorio
de la eternidad. Atrás en el conservatorio había quedado el ataúd cuando
se hizo su velación en la sala Alberto Castilla rodeado de admiradores y de amigos,
grupos musicales y gente de los barrios. Hicimos un brindis con expresiones de
tristeza y al pedir otro trago dijimos cómo había sido el culpable de su
muerte, que no asistiera a las presentaciones ni a las entrevistas y se hubiese
sumido en el alcohol sin ninguna voluntad para dejarlo. Ahora con las llamadas
de las emisoras señalándome la muerte del compadre Felipe a quien mucha gente
desconocía que se llamó Lizardo Díaz, evoco aquella escena lejana cuando nos
encontramos. Recuerdo haber leído hace ya algunos años cómo le descubrieron
hidrocefalia y los comienzos del Parkinson. En Ibagué el ambiente era de fiesta
con la conmemoración de sus 451 años de fundada y nosotros estábamos de luto.
Lizardo tenía temblor en su mano cuando cumplimos el último trago y regresamos
al Conservatorio a despedirlo. Se paró largo rato al frente de su féretro sin
decir una sola palabra. Luego salió cabizbajo batiéndome su mano en señal de
despedida. Me parecía verlos a ambos cuando en su honor organizamos un
portentoso homenaje nacional en el estadio, sugerido precisamente por Arnulfo
Sánchez López cuando yo era director de cultura. Estaba a reventar y los
aplausos antes de la actuación retumbaban en todo el país reproducidos por las
emisoras. Ahora guardamos duelo por su partida como si la muerte tapara las
carcajadas de los colombianos y nos quedáramos huérfanos de unos representantes
que llevaron el nombre del Tolima por Estados Unidos y la lejana Rusia, América
Latina y los más remotos pueblos del país. Con ellos, con Emeterio y Felipe,
los tolimenses, iba nuestro traje típico y acento, el buen humor tan necesario
en épocas de violencia que sirvió de bálsamo a una atmósfera enrarecida por la
muerte y el sectarismo político. Fueron sin duda claro ejemplo de la unidad cultural
y espiritual entre el Huila y nosotros porque representaron sin ambages al gran
Tolima. El país existente en toda la segunda mitad del siglo XX con las
generaciones que venían y llegaron, siempre se acostumbró de buen agrado a su
música y sus chistes que introducían un picante poco usual en Colombia. Con la
partida de Lizardo Díaz comienza definitivamente a estar diezmada por la muerte
toda aquella generación brillante en todos los campos que lideraron la grandeza
de esta tierra. Como la de Lizardo Díaz cuya partida me hace evocar sus mitos
de lo que llamaron los medios el matrimonio de Felipe con la Sofía Loren del
país, la hermosa y despampanante Raquel Ercole, sus presentaciones permanentes
en televisión y radio y en escenarios culturales y hasta deportivos, su
capacidad de empresa, sus películas, los videos cumplidos con su compañía
cuando el dueto cumplió sus primeros treinta años y luego los cuarenta. Quedo
otra vez en silencio. Por ahora me tocará tomarme solo el aguardiente que
abandoné hace ya muchos años y en la misma tienda donde estuvimos en silencio
llorando la partida de Emeterio.