Carlos
Orlando Pardo
En este año
2013 se cumple el primer centenario de Albert Camus quien alcanzó el Premio
Nobel de literatura a los 44 años, lo que era de por si una hazaña. Nos
alentaba saber de su familia con origenes humildes dentro de una familia de
colonos franceses en Argelia, la muerte de su padre por heridas en la primera
guerra mundial y su gratitud por los profesores de la escuela primaria a quien
dedica su discurso del famoso premio. Por los años 70 los escritores en Ibagué
que apenas sobrepasábamos los 20 años estábamos atentos a cuanto ocurriera en
el mundo y más en el de la literatura. Fueron los hermanos Roberto y Hugo Ruiz
quienes nos provocaron a leer a Albert Camus y en aquellos meses al conocerlo
no paramos de incursionar en la aventura maravillosa por sus libros. Nos
apasionamos de entrada inclusive con sus compañeros de militancia en el
existencialismo y nos detuvimos en la famosa polémica entre Marlau Ponty y
Albert Camus que pronto fue traducida al aparecer la revista Los tiempos
modernos, pero cuyos apartes principales traducían Hugo o Roberto en voz alta
en medio del ruido de los cafetines.
Camus
significó desde entonces una oportunidad luminosa que nos conducía a la
reflexión por encima de lo chato de la cotidianidad llevándonos a las
profundidades del ser y el estar, no dejando ocasión muchas veces sino para el pesimismo,
ante todo porque rompía con los conceptos de un mundo preestablecido al que era
necesario cuestionar.
Cuando me fui
a terminar mi licenciatura en la Universidad Pedagógica Nacional, mi trabajo de
grado fue sobre El malentendido de Albert Camus que afortunadamente logró
calificación meritoria. No se trataba entonces de analizar una obra de teatro
sino de verla además en el contexto de su obra escudriñada por aquel tiempo con
la pasión despertada por su trabajo y de alguna manera la leyenda alrededor de
su vida y de su muerte accidental que lloramos una tarde diez años después como
lamentando la partida de un familiar. De otro lado, me encontraba imbuido en la
lectura de obras de teatro que cumplía inclusive por encima de las literarias,
y que en su caso en número eran casi iguales a las novelas y relatos.
Eran
igualmente los tiempos de la lectura de Nietzsche donde jugábamos por nuestra
juventud a ser rebeldes como una condición mínima del carácter de los que nos
ufanábamos de ser intelectuales sin serlo, al tiempo que mirábamos con
admiración su resistencia a los alemanes que nos causaban indignación
desde las noticias de la guerra. No residía tanto el seguimiento a su sólo acto
creador, sino a su trabajo mismo como periodista de la resistencia donde
aprendimos a entender que estas posiciones, como en su caso, fueron para
recibir censuras y persecución, e inclusive digno el ejemplo de su rebeldía
contra el Partido Comunista en el que estuvo militando y que nos parecía
ortodoxo y dogmático, sin posibilidades de discusión. Se portaba como un
anarquista que era lo de moda, lo que sentíamos, porque las camisas de fuerza
de la militancia nos invitaban a seguir su camino de luchar contra todas las
ideologías.
Pareciera que
las fechas especiales como este de su centenario nos llevaran de nuevo a sus
libros y a los recuerdos que nos traen. Sus cinco novelas publicadas entre 1937
y 1957, sus cinco obras teatrales, sus cinco principales ensayos en forma de
libro y alguna obra inconclusa que su hija publicó en 1994, nos llevan a sentir
que llegó para quedarse por siempre en nuestro corazón y a desear que ojalá la
juventud de hoy aprendiera de sus enseñanzas sobre el ser y la nada, el
universo y nuestra pequeñez, el absurdo y los sentimientos.