Pijao editores, cuatro decenios de palabras palpitantes
Por: Ángel Castaño Guzmán*
Samuel Riba, personaje de Dublinesca, una de las novelas más recientes del escritor catalán Enrique Vila-Matas, pertenece a una especie en vía de extinción. Él lo sabe y esa certeza es el germen de un malestar existencial, de una pérdida de coordenadas, que a la postre termina llevándolo a cuestionar su oficio. Samuel Riba es un editor literario. Lo es aunque lleve dos años alejado de la imprenta porque, así como al escritor se le juzga exclusivamente por su obra –a fin de cuentas dice la sabiduría popular: por sus obras los conoceréis– el catálogo de un editor constituye una parte importante de su personalidad. No es extraño, así a simple vista lo parezca, iniciar el artículo sobre una editorial colombiana que llega a la edad de la madurez –los 40 años– mencionando una ficción obsesiva con el tantas veces anunciado sepelio de la galaxia Gutenberg; el fin del libro como vehículo del pensamiento y de la cultura, recipiente de aquello digno de salvarse del paso de los calendarios. La civilización occidental hunde sus raíces en tres textos, a saber: la biblia judeocristiana, el díptico homérico, y la Enciclopedia o diccionario razonado de las artes y las costumbres, intento de sistematizar el conocimiento y ancestro remoto de Wikipedia. ¿Qué relación tiene todo esto con Pijao Editores? Mucho, ya se darán cuenta. Los libros, incluso los religiosos, han servido de catalizadores para las mutaciones sociales más importantes. En la redacción de la Ciudad de Dios, San Agustín afianzó los cimientos de la filosofía cristiana, la única permitida por el poder –primero por los emperadores romanos, luego por los Papas y después, de nuevo, por los emperadores–, hasta bien entrada la edad media. La traducción de la Biblia al alemán, cruzada del monje agustino Martín Lutero, le arrebató a la jerarquía católica el monopolio de la interpretación y por ende de construir la realidad a su antojo. En síntesis, el libro es un dispositivo que bien podría servir de parámetro del grado de progreso alcanzado por una sociedad.
Casi toda historia emplea la figura de los hermanos para la representación de distintas situaciones. Caín, enfadado con Abel, le asesta un golpe con una quijada de burro al predilecto de Yavé. El hambriento Esaú le vende barato el derecho de primogenitura a Jacob. Rómulo y Remo fundan la ciudad a la cual todos los caminos conducen. El mundo no sería el mismo sin el trabajo de los hermanos Orville y Wilbur Wright, pioneros de la aviación moderna, y sin el de Louis y Auguste Lumière, inventores del cine. Esta crónica, desde luego, no es la excepción: Jorge Eliécer y Carlos Orlando Pardo, el año en que Cien años de soledad ganó el Rómulo Gallegos, imprimieron Las primeras palabras, cuentario de nombre profético para las muchas cuartillas editadas por ellos a la fecha. Una anciana usurera, y es imposible a esta altura no recordar a la víctima de Raskolnikov y a sus sucesivas reencarnaciones, le compró al dúo a precio de huevo sus salarios de maestros de escuela. Los mil ejemplares del primer tiraje, repartidos entre condiscípulos y colegas del magisterio, costaron dos mil pesos. Las artes tipográficas se realizaron en los talleres de Editorial Latina, propiedad de Pedro Rivera, agrónomo tolimense radicado en Bogotá. En la roja contracarátula se reproducen las fotografías de los autores. Mirada fija, negro copete de lejanas reminiscencias elvispreslianas, Carlos Orlando. Sonrisa amplia y pose desenfadada, Jorge Eliécer. Del primero, la nota biográfica informa lugar y año de nacimiento: Líbano, Tolima, 1947. Oriundo del mismo municipio, Jorge Eliécer nace dos años después. Los relatos El regalo de bodas, Las primeras palabras, Ojalá salgas bien y Los resultados, pertenecen al mayor de los Pardo. Mientras El descenso, Decidí contarle a Julián lo del viejo Santamaría, Mejor será salir a caminar aunque esté lloviendo, Esperemos a que escampe, son del benjamín de la dupla. En total, ocho textos, 103 páginas. Refiriéndose a la obra, escribió Policarpo Varón: “Su tema es la violencia. No sólo la violencia política, sino la violencia en sus manifestaciones más aterradoras”. El libro, dedicado a los progenitores de los ficcionistas, fue comentado con entusiasmo por dos literatos de nombradía nacional: el novelista boyacense Fernando Soto Aparicio y el periodista costeño Germán Vargas Cantillo, quien sería fundamental para la consolidación de la naciente empresa editorial.
Los bajos índices de lectura en Colombia hacen de la idea de editar de un tirón 50 novelas una iniciativa rayana con el suicidio económico, una suerte de haraquiri financiero aplaudido por los cada vez menos numerosos amigos de los libros pero censurado por los tiburones del comercio. Los porqués sobran: el capital invertido no regresa con la requerida velocidad para llevar el trabajo a los terrenos seguros de la ganancia, la aludida indiferencia del colombiano promedio por los objetos culturales hace de la propuesta un asunto de minoría, y un etcétera tan largo como la lista de las empresas editoriales colombianas en bancarrota. Pero no. Unos personajes capaces de invertir hasta el último centavo para editar un libro, el acariciado sueño de todo escritor merecedor de tal nombre, no se dejaron amedrentar por la conservadora vocecita del sentido común, el adjetivo lo endilga Saramago. Observando los títulos de las 50 novelas colombianas, colección lanzada en 2008, se cae en la cuenta de varias cosas. Menciono dos: 1) Los Pardo procedieron de una manera reivindicativa. Formaron la colección con autores que por razones ajenas a la calidad de sus trabajos y la pertinencia de sus voces son ignorados por la industria mediática. Es cierto, brillan algunos nombres: Manuel Zapata Olivella, Eutiquio Leal, precursor de los talleres literarios en esta esquina del continente americano; Gustavo Álvarez Gardeazábal, Óscar Collazos, famoso por su debate con Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa; Fernando Soto Aparicio, Adalberto Agudelo y Eduardo Santa, de quien Carlos Orlando escribió una biografía. Pero la constante es otra. Enrique Cabezas Rher, Flaminio Rivera, Alberto Esquivel, Roberto Ruiz, Humberto Tafur, Carlos Bastidas Padilla, Jairo Restrepo Galeano, Carlos Perozzo, Fernando Ayala Poveda, Fabio Martínez, son seguramente novelistas conocidos en sus respectivas regiones, no así para la gran audiencia, la masa, el pueblo o como quiera llamársele a ese sector de la población que lleva un título al podio de los más vendidos. 2) El todo o nada de los Pardo consistió en, si bien no olvidarla por completo, no poner a Bogotá como eje gravitacional de sus oficios editoriales. El Encuentro Nacional De Escritores Luis Vidales, de Calarcá, por ejemplo, sirvió de marco para presentarle la colección a la opinión pública. Por supuesto, se hizo una velada similar en la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Sin embargo, y como dice Luz Mary Giraldo en una reseña alusiva a las 50 novelas, la propuesta se hace desde la provincia. Este proyecto, entre otras cosas, sirvió de trampolín para sacar a flote Caza de libros, la compañía de Pablo, el tercer hermano Pardo. La familia Pardo, en consecuencia, pertenece al selecto grupo de linajes que muestra orgulloso no uno sino dos sellos editoriales. Si me preguntan, caso único en el país.
En 1970, Germán Vargas Cantillo fue invitado a formar parte del jurado encargado de seleccionar los ganadores del Concurso Nacional de Cuento Ciudad de Ibagué. Una coincidencia afortunada: uno de los miembros del ya entonces mítico grupo de La Cueva arribó al Tolima, a la sazón un ambiente de prometedores cuentistas. Una noche de bohemia, pasado algún tiempo no especificado por Carlos Orlando en las continuas entrevistas virtuales para este texto, los Pardo y el periodista buscaban entre libaciones espirituosas la línea temática de los narradores tolimenses. La conclusión saltó como el conejo de la chistera: La Violencia. De esa conversación germinó La violencia diez veces contada (1976), antología hecha y prologada por Vargas Cantillo. En las líneas finales de la presentación, dice el amigo de Gabo y del Nene Cepeda: “el centro de la narrativa colombiana, que antes estuvo en Antioquia, con Tomás Carrasquilla, con Efe Gómez (…) y después en la costa atlántica con José Félix Fuenmayor, con García Márquez (…) hoy está en el Tolima”. La afirmación es comprensible. En el volumen de 218 páginas, hay cuentos de Germán Santamaría, Policarpo Varón, autor del asombroso conjunto de relatos El festín; Héctor Sánchez, Eutiquio Leal, Eduardo Santa y los hermanos Pardo. Sin soslayar la importancia de trabajos previos como la edición de Marilyn, compendio de narraciones premiadas del reportero Germán Santamaría, también nacido en El Líbano, Tolima, el aporte de Germán Vargas Cantillo al catálogo de Pijao Editores es la archiconocida patadita de la buena suerte –y perdonen el populismo jorgebaronesco–, el pistoletazo de partida.
La psicología contemporánea a mediados del decenio pasado erigió un postulado sencillo: las personas alcanzan el equilibrio afectivo a los cuarenta años. Son pocas las cosas importantes hechas en el arte antes de que sus autores cumplan dicha edad. Como todas las premisas con pretensiones generales, seguramente ésta esconde una pizca de verdad y toneladas de especulación. Mientras los hermanos Pardo apagan la velita en forma de 40 puesta en el pastel hecho por amigos y conocidos, la editorial no ceja en su empeño de contribuir con el estudio de la cultura del Tolima grande. La serie Palabra viva es el proyecto actual que ocupa la atención de los homenajeados: cinco documentales bio-bibliográficos sobre los escritores Eduardo Santa, Benhur Sánchez, Héctor Sánchez, William Ospina y Jorge Eliécer Pardo. Además preparan el complemento de las 50 novelas colombianas con la no menos ambiciosa colección 50 cuentarios y una antología. Alejados de las especulaciones sombrías de Samuel Riba, Jorge Eliecer y Carlos Orlando le suman a la pasión juvenil por los libros cientos de millas de experiencia y maduración empresarial.
*Periodista. Editor de la revista Santo & Seña