MI SUEÑO CON GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Dedicatoria de Gabriel García Márquez |
Cuando Jorge Alí Triana me confirmó por teléfono que el escritor
me recibiría a las nueve de la mañana del otro día, un escalofrío recorrió mi
cuerpo como si recibiera la mejor descarga de toda mi existencia. Caminé de un
lado a otro del apartamento antes de contarlo a mi mujer con la voz invadida de
emociones. No fue fácil dormir a pesar de mi repaso para hacerlo cuando en vez
de ovejas conté todos y cada uno de sus libros hasta que estuve en el callejón
mágico del ensueño con los ojos cerrados y las manos vueltas puños. Fue
temprano en la mañana de hace 19 años que tuve la sensación de no haber dormido
nada, puesto que aquella noche gloriosa conversé con García Márquez durante
toda la noche sin parar, mientras apurábamos unos whiskies y soltábamos
carcajadas como un par de adolescentes desprevenidos y asombrados ante no se
qué sumatoria de maravillas. A pesar de los retenes y la policía que acordonaba
la no interrupción de ningún extraño al equipo de la película, el carro que
preciso estrenaba aquel día y hasta iba sin placas y el aviso de libre
tránsito, rodó sin que nadie se atreviera a detenerlo. Sentí que demasiados
ojos cayeron sobre mi cuando abrí la puerta y una mujer joven que había sido mi
alumna, me dijo que estaba esperándome y ya había preguntado por mi ante su
manía de la puntualidad. Ella había terminado de asistente de guión en el largo
metraje que rodaban sobre Edipo Alcalde y que Jorge Alí Triana, su director,
había escogido entre sus escenarios la hacienda de El Vergel en Ibagué.
Caminamos hasta la parte interior de la casa y al fondo lo vi como si alguien
gigantesco estuviese parado iluminando el paisaje. Estiré la mano aunque
hubiese querido abrazarlo, pero no podía darme el lujo de las zalamerías con
quien las condenaba y mucho menos dármelas de confianzudo ante el honor que me
hizo de recibirme sin ánimo de entrevistas que siempre detestó, sino para
conversar de la vida y la literatura. Cuánto soñamos con Germán Vargas tenerlo
en el Tolima, le dije de entrada. Él era bien particular, respondió, se iba a
los pueblos más inhóspitos y lejanos a descubrir escritores y darles consejos o
llevarles libros. Imaginé que me hablaría de Darío Ortiz Vidales con quien
habíamos ido al Chaparral a presentar uno de sus libros o a Alberto Machado
Lozano a quien acompañamos a conocer con el crítico norteamericano Raymond
Williams al legendario Líbano. Por ejemplo, le digo. Fue uno de los que me
descubrió a mi, redondeó para terminar y le hizo señas a un mesero de corbatín
que al fondo esperaba su orden mientras en la pequeña mesa había una botella de
sello negro, una hielera y tan sólo dos vasos. Cuando el hombre llegó yo había
prendido el primer cigarrillo y me hallaba nervioso al igual que estuve en mi
adolescencia cuando le hice la declaración de amor a mi primera novia. Brindó
conmigo y de una me interrogó al querer despejar dónde era que nos habíamos
conocido antes. Le repasé una a una de las cinco circunstancias donde había
estado cerca y hasta de la dedicatoria que me hizo en el año 1978 en la primera
página de Cien años de soledad como parte del primer premio al concurso
nacional de cuento que me ganara en el diario El Tiempo, organizado por Daniel
Samper Pizano y del cual fue jurado. No, no fue en ninguna de esas
circunstancias, lo dijo con seguridad. Fue en otra momento y recuerdo que
hablamos mucho pero no sé tampoco precisarlo. Tras dos horas y media de haber
disfrutado de su conversación y donde resulté un reportero reporteado y luego
de haber bebido por lo menos seis whiskis, le dije que él podría ser causante
de mi divorcio si no me permitía que entrara mi esposa a conocerlo y accedió en
medio de sonrisas y preguntar su nombre. También le hablé de mi entrañable
amigo Augusto Trujillo a quien había avisado y del periodista Arnulfo Sánchez. Diles
que sigan si eso quieres. Ya la tertulia se agrandó durante dos horas más hasta
que llamaron al almuerzo y la magia daba lugar al fin. Será en otras notas
donde comentaré en detalle de la conversación, pero lo único cierto se
descubrió cuando con Jackie, Augusto y Arnulfo nos fuimos al celebrar el
encuentro en mi refugio y pude advertir, de manera plena, que lo que el gran
García Márquez no pudo explicar de dónde nos habíamos conocido ni yo tampoco, estaba
claro con otros tragos más, donde seguía levitando por la gracia de haberlo
disfrutado bien y acompañado, al descubrir que, como en un capítulo macondiano,
había sido nada menos que en el sueño.