Gabriel García Márquez y su paso
por Ibagué
“La cultura, como la literatura, dijo,
es como un perro rabioso que va por la calle mordiendo a quien se le de la gana
sin pedirle permiso a nadie.”
Carlos Orlando Pardo
Hace ya 19 años, para octubre 26,
cuando Gabriel García Márquez estuvo en Ibagué, tenía tan sólo 68 primaveras.
Llegó al hotel Ambalá invitado por Jorge Alí Triana que rodaba algunas escenas
para la película Edipo alcalde, basados en su historia. Se cumplieron en la
legendaria hacienda de el Vergel. Allí pudimos verlo mediante una cita
concertada y disfrutar el conversar con él por varias horas mientras rendíamos,
sólo para los dos, una gran botella de whisky de etiqueta negra servida por un
mesero alto de corbatín que atendía diligente el llamado. Era la V de la
victoria en apariencia pero se trataba de los dos amarillos para darle sabor a
la entrevista. Ahora, cuando ha cumplido su cita con la muerte en medio del
registro de pesar en el mundo, evocamos aquellos memorables momentos, desde las
nueve de la mañana, inclusive hasta las cuatro de la tarde cuando ya permitió
la entrada de algunas personas, entre ellas mi esposa, una adoradora de su
obra, Augusto Trujillo Muñoz y Arnulfo Sánchez López, saliendo al rato para
consentir, preguntándome primero quién era, un par de preguntas al sacerdote
Javier Arango que con cámara de reportaje se desplazó a esperar con paciencia
de monje antiguo el instante privilegiado, lo mismo que personas jóvenes y
viejas que corrieron a agotar algunos de sus libros para alcanzar una firma en
la primera página y hasta goterear inmortalidad con fotos de ocasión.
Durante aquella larga jornada donde me sentía transportado al igual que los
católicos sectarios viendo al Papa, la conversación se extendió desde los
lejanos años cuando lo había conocido, la dedicatoria que me hizo en la primera
página de Cien años de soledad al obtener el Premio Nacional de
Minicuento donde él era jurado junto a Daniel Samper, Enrique Santos Molano y
Nicolás Suescún en 1982 y las escenas de otros momentos donde pude estar cerca
recibiendo resplandores de su grandeza merecida. Como era natural, nuestra
charla versó sobre literatura y era más lo que preguntaba que lo que decía,
hasta que llegó el momento de mis interrogantes para escucharlo embelesado.
Parte de aquella entrevista la escribí entonces para el suplemento literario Voces, de
Tolima 7 días que dirigía.
Antecedentes
Gabriel García Márquez pisó por
segunda vez en su vida el territorio del Tolima en 1995. La primera, con 25
años y como desconocido reportero de un diario capitalino interesado en cubrir
la violencia que atravesaba el municipio de Villarrica. Ahora, cargado de
merecida gloria, para ver de cerca la filmación de algunas escenas de una nueva
película con guión suyo. Durante tres días, alojado en la suite presidencial
del hotel Ambalá, el famoso Premio Nobel se dio a la tarea de levantarse tarde,
desayunar frugalmente, leer algunos periódicos, revisar textos de su último
libro y bajarse en un cómodo automóvil particular hasta la hacienda el Vergel
donde se sucedían las tomas de Edipo alcalde. La hermosa casona, envejecida aún
más a propósito y por determinación del director de la cinta, el tolimense
Jorge Alí Triana, estuvo atestada de luminotécnicos, actores y hasta curiosos.
Allí conversamos solos varias horas en medio de unos whiskies, mientras el
escritor al final soportaba a los visitantes especiales que llevaban algunas de
sus obras para el autógrafo o en busca de perennizar su recuerdo tomando fotos
donde posaban a su lado.
UNA EVOCACIÓN A GERMÁN VARGAS
Le dijimos de entrada cómo
habíamos soñado durante varios años con su presencia aquí, en Ibagué.
Advertimos de qué manera, junto al papá grande de la literatura colombiana, el
inolvidable Germán Vargas Cantillo, teníamos el deseo siempre vivo de lograrlo
y cómo, entre tanto, él no solo contó secretos de su larga amistad, anécdotas
poco conocidas, sino que nos dejó acariciar la posibilidad de ese placer.
Ante la mención del personaje de Cien años de soledad que se hizo
familiar a los tolimenses por cuanto cada semestre, por lo menos, visitaba
estos sagrados lugares, se vio impulsado a beber un trago grande de whisky.
Él era un ser particular, dijo.
Era capaz de irse a pequeños poblados para presenciar el lanzamiento de un
autor desconocido y escribir en sus columnas de Cromos o El Heraldo y en las
tantas revistas que pedían su colaboración, que se trataba de un nuevo valor al
que había que poner cuidado. En verdad no se equivocó mucho y llegó a acertar, tal
como lo hizo conmigo. No fue difícil recordar cómo, alguna vez, Germán llegó
por invitación suya a Barcelona. Lo esperaba en el aeropuerto y luego de tomar
un taxi porque su carro se encontraba en el taller, examinó que el conductor le
preguntaba si era él Germán Vargas Cantillo. Sí, por qué, le dijo. Porque yo
era maestro allí y no me perdí ninguna de las conversaciones públicas que hizo
en Ibagué invitado por los hermanos Pardo. ¿Y qué hace por aquí? Renuncié, pedí
mis cesantías, compré este taxi y me vine con mi familia a acompañar a mi hija
que estudia en la universidad. Durante la conversación llegaron al taller para
reclamar el Mercedes de Gabriel y él le preguntó, ¿cuánto te debo? Al tiempo
que mandaba su mano al bolsillo. Mientras esté con el doctor Vargas no me debe
nada. Ni siquiera se fijó en él y en la acera, el autor de Cien años de soledad
le dijo sonriente y satisfecho: veo que eres más conocido que yo en Barcelona.
No, en Ibagué y ambos tomaron el rumbo de la calle para rescatar el auto que los
llevaría una vez más a perderse en los vericuetos de la conversación y la
amistad de tantos años.