LOS DÌAS EN BLANCO: LA NOVELA PÓSTUMA DE HUGO
RUIZ
Siete años después de su
muerte, la Universidad Distrital publica para esta Feria Internacional del
libro en Bogotá, la novela póstuma del escritor tolimense y universal,
Hugo Ruiz Rojas. Con 984 páginas, quien había nacido en Ibagué en 1941 y murió
en la misma ciudad en el 2007, resurge de sus cenizas triunfalmente. Para la
nota de contratapa que sale inexplicablemente sin mi firma y recortada por
razones de edición comprensibles, escribí que Los días en blanco, primera
extensa parte de una trilogía que conformó el proyecto denominado Balada
muerta de los soldados de antaño, es la obra mayor de Hugo Ruiz
no sólo por la búsqueda de totalización de un mundo, sino por la cuidadosa
estructura y el perfil perfectamente delineado de su historia. Y qué mejor para
definirla que el epígrafe de Horacio que menciona un siglo pestilente que todo
lo corrompe y que refiere la perversidad de la edad de los padres y peor la de
los hijos que engendrarán una progenie más corrompida. Porque de muchas
maneras, entre las virtudes y los defectos de sus protagonistas, lo que
sobresale es la miseria y el fracaso interior como si todos estuvieran
condenados irremediablemente a la derrota. La novela tiene tres planos
cuyos bloques intercalados van desde el correspondiente al espacio rural -sólo
este fragmento alcanzó el Premio Nacional de Novela Ciudad de Pereira-, y la
que nos remite a los acontecimientos de lo urbano, entre cuyas dos voces
narrativas surge una tercera irregular que complementa el universo de lo que no
puede ser contado o sabido en las que se mencionan. Se trata de los aconteceres
de una saga familiar y el medio que le rodea, donde todo irá entretejiéndose
para dar una visión del mundo entre las costumbres, pensamientos, medio
histórico y manera de actuar de personajes que cubren más o menos el siglo XX.
Es este un viaje terrible por el ser, un viaje hacia el infierno. Pareciera que
las batallas emprendidas tuvieran sólo la salida del fracaso y la destrucción,
pero surge airosa la novela que por decir lo que dice y por hacerlo como lo
hace, es la única triunfadora sobre el lodo de la miseria que descubrimos y nos
confirma cómo, la voz de este escritor, es una de las pocas realmente
memorables en la literatura colombiana.
Los días en blanco
es el resultado de un trabajo minucioso y paciente a lo largo de más de veinte
años, en los que, naturalmente, el autor tuvo pausas como para escribir
ensayos, cuentos, hacer investigaciones, cumplir con viajes al exterior, vivir
allí o dirigir revistas y durante los últimos años el Taller Literario de
la Universidad del Tolima. En la subrayada aquí como parte rural, arrancan los
sucesos apenas concluida la guerra de los mil días en Colombia y terminan en la
madrugada siguiente al nueve de abril de 1948, cuando es asesinado el dirigente
liberal Jorge Eliécer Gaitán. La parte urbana, donde el protagonista es un
periodista y escritor, es la historia de un día de embriaguez entre el
treinta y el treinta y uno de diciembre de 1999 con las naturales referencias
a su pasado y a su presente, donde queda el interrogante final de si tiene o no
una enfermedad, el cáncer, que podría llevarlo a la muerte. El espacio en el
que se mueven los protagonistas está entre Ibagué, Bogotá y Cartagena. La
primera sólo se nombra una vez en la novela y la historia ha de mostrarnos el
periplo de Clodomiro, con toda la carga de sus defectos bajo presupuestos
patriarcales de lo cual es un resultado y con las naturales virtudes de un ser
que se mueve entre contradicciones.
Desde el punto de vista
familiar, a su lado estarán María, su esposa, y sus hijos Antonio, Julia y
Soledad. Pero también surgirá la unión de Clodomiro con Rosa, hermana de María,
cuyos hijos son Blanca y Lía. En la evolución de la familia, del amor de
Soledad con Ildebrando, que es malogrado por su asesinato, quedará como fruto
de su pasión Dairo y, al correr de los años, Soledad tendrá con Segundo otro
hijo, Gustavo. No debe faltar aquí, en este inventario, la presencia del indio
Teodoro y Visitación, su mujer, quienes, junto a su hijo, también llamado
Teodoro, cumplirán un papel luminoso y relevante. Es este el panorama de los
personajes centrales de la parte rural; así como de la urbana desde el punto de
vista familiar lo serán Carlos e Ivonne, su esposa, de la cual hay dos hijos,
Alberto y Viviana. De aquella saga y los episodios entre los que se mueven,
podrá desprenderse igualmente el papel de otros personajes que rodean sus vidas
para redondear el panorama y la radiografía de una época y de un modo de ser,
los que no dejan de surgir como importantes en el desarrollo de la novela.
Gratifica en la lectura
del extenso libro encontrarse con un lenguaje sólido, preciso, sin
afectaciones, a veces poético porque lo exigen las circunstancias y en donde
sin esfuerzo alguno se siente y se saborea la prosa de un narrador vigoroso con
el abrumador tono de los grandes escritores. La estructura de la novela,
igualmente, tiene una construcción cuidadosa y es fácil advertir que nada se
dejó al azar. La variedad de sus personajes nos remite a indios, vaqueros,
campesinos, negociantes, curas, apostadores, políticos, intelectuales, mujeres
de diversa edad y condición.
El universo a veces
sórdido de Carlos, periodista y escritor, da, no sólo el reflejo del mundo
violento en la ciudad por la fría y calculada matanza que un antiguo
combatiente del Vietnam realiza en el restaurante Pozetto de la capital donde
mueren asesinados numerosos clientes, hecho que no sólo debe meditar en su
condición de reportero, sino que más al fondo está su propia tragedia hogareña
donde el alcohol parece su más asiduo visitante, ofreciendo como resultado la
natural ruptura y la traición a que es sometido, porque para escribir
supuestamente una novela ha dejado de lado sus obligaciones conyugales y no
falta el amigo diligente que acuda a cubrir las urgencias y el vacío de su
consuetudinario abandono. Tampoco falta quién se lo haga saber y en medio de
una reacción más existencialista e intelectual, no acude al machismo connatural
a los colombianos sino a expulsar de su casa a quienes con sus cobijas y en su
cama cumplen el ritual amatorio. A tales vientos de desgracia se suman las
vidas fracasadas de sus hijos, al crecer, cuando la una termina como prostituta
y el otro como drogadicto y transportador de coca al exterior.
Balada muerta de los
soldados de antaño, 454 páginas, es el título de la primera parte de Los
días en blanco que, como ya está dicho, integra una trilogía. De entrada
se nos ofrece la sensación del paisaje agreste donde un hombre cabalga evocando
el humo de la guerra, las travesías, los soldados muertos, las batallas de la
guerra o nos trae el recuerdo de un Avelino Rosas. Como si se mordiera la
cola, la novela comienza con la frase perentoria de “-No hago más que dar
vueltas en el mismo sitio, dijo” y termina con “-No hice más que dar
vueltas en el mismo sitio, dijo”, ofreciéndonos el periplo de la inutilidad y
lo precario de unas existencias que se mecen entre los sueños de grandeza y la
realidad de su pequeñez.
Con una voz en tercera
persona que muda frecuentemente a la primera, la novela introduce los
razonamientos, las profundas y existenciales reflexiones de Carlos alrededor de
una vida que en “cada nuevo eslabón era la perenne búsqueda y consecusión del
fracaso” y cómo había pasado inexorable el tiempo, “ese río navegable de
engañoso calado cuyo único puerto es la muerte”.
Entre exquisitas aunque
dolorosas referencias cultas alrededor del tiempo o de la muerte, se dibuja el
mundo de la política desde el parlamento o los ministerios, mostrando las
triquiñuelas que se tejen en aquellas calendas y cómo actúa frente a ellas el
periodista. Después la cámara retratará la atmósfera de su apartamento, la de
la calle con su tráfico y sus limosneros, el permanente atar cabos relacionados
con libros antiguos o contemporános, un inventario de noticias que ofrecen la
temperatura de la nación y al final el titular y la fotografía del hombre que
acaba de cometer la matanza en un restaurante céntrico de la ciudad.
El libro jugará
alternativamente con un nuevo plano que nos remite a la voz de una muerta,
María, y cómo ve de nuevo el paisaje y el ambiente de un lugar al que estuvo
ligada en vida. Sus recuerdos, en una prosa que lleva la impresión de estar
subidos en una nave de la mejor categoría, parecieran dejarnos cada vez que
aparece la definición que Octavio Paz le diera a la poesía cuando afirma que es
conocimiento, salvación, poder y abandono. La descripción, precisa, con tono
poético, es la revelación de un mundo que crea otro y se convierte en el
ejercicio espiritual de un alma en pena que inicia un viaje por los territorios
de su infancia y nos transporta a la vida rural, a la respiración de aquel
ambiente acompañada por la india Visitación y Rosa, su hermana, que lo será no
sólo por la sangre sino por la vida antes del surgimiento de sus rivalidades,
mientras que al fondo se respira la presencia de la guerra. El tránsito de su
conciencia desde el más allá, en María, la trasladará como en un exorcismo y
como una compensación por la historia y los conflictos de su familia y de lo
que aconteció en los alrededores. Es como si retornara a la nostalgia del
paraiso y el infierno que le tocó en suerte y como si todo dentro de un caracol
le reprodujera los sonidos, las palabras y las escenas detalladas de un amor
sagrado y maldito, de una solitariedad condenada al vacío y a lo superfluo de
respirar y sentir que apenas saboreó la condena y el abandono. Su insuficiencia
para rebelarse desde un comienzo la dejará presenciar los negocios de su padre
como parte de su existencia y la llegada de un forastero como acicate para la
expectativa y los celos mismos, al que su padre termina vendiéndole la casa que
éste va contruyendo con la ayuda del indio Teodoro, su mujer y su hijo.
El misterioso recién
llegado es nadie menos que el capitán Clodomiro Clavijo, “combatiente en las
filas del general Uribe Uribe, el general Herrera y amigo personal de Tulio
Varón. Peleó en Peralonso, Gramalote, Palonegro, Colón y Aguadulce”. Pero la
prosperidad que trae en sus intenciones está respaldada en la existencia de un
baúl que contiene un tesoro y es enterrado.
La existencia de María y
Rosa parece mecerse entre lavar la ropa, coser, leer, vestirse para las
ocasiones, ir a misa, pensar, recordar, opinar y esperar. En pocas y
excepcionales ocasiones tendrán el valor de ser ellas mismas, como si la
dignidad perdida resucitara de pronto. Las dos desean al recién llegado y las
dos se permeabilizarán en el encantamiento de su pasión que las perderá como
seres para terminar de alguna manera como objetos. Con plena conciencia del
lenguaje que imprime a sus personajes, Ruiz va realizando una operación que no
se contenta con describir una fábula sino sugerirnos y provocarnos reacciones
frente a lo que plantea, como si el sentido recto de su prosa entrañara
propiedades físicas para permitirnos con ella la pluralidad de los sentidos, es
decir, que logra trascender los límites del lenguaje.
Adelante surgirán nuevos e
importantes personajes, al tiempo que se mostrará socarronamente a Clodomiro
Clavijo como el caritativo en medio de las reuniones del pueblo con las gentes
notables, y se descubrirá cómo el padre Ermínsul, manejado por Clodomiro,
proyectará el engaño a sus feligreses con su cara de viejo santurrón
disciplinado, con sus bautismos, confirmaciones y sermones, celebrando además
el aniversario de la fundación del poblado que comienza a dar muestras de
crecimiento, hasta por el hecho mismo de la inauguración de la Funeraria
Clavijo, casa, cuartel y negocio. En medio de los amores, las seducciones
y las conquistas de Clodomiro para Rosa y María, su sentido autoritario y de
una dureza usual en los hombres de aquellos tiempos, se edifica su nuevo hogar
que respira resignación y desgracia por la forma en que se suceden los
acontecimientos. Pero más allá de los linderos de la casa o de la finca a la
que termina enviando a sus mujeres para que tengan hijos, están de cuerpo
entero las guerras civiles.
Debe resaltarse que es
ésta una de las pocas novelas colombianas que con mano maestra y transcurrido
más de un siglo de aquellos aconteceres, muestra las guerras como protagonistas
de fondo con la descripción de sus personajes y batallas decisivas, con la
mentalidad de época. Pasados los años, en el natural desarrollo de una familia
que vive o malvive la dictadura de la casa, Ildebrando pretende casarse con
Soledad, hija del liberal Clodomiro, quien no permite que ella termine
contrayendo matrimonio con un godo. Es así como aparece muerto de varios
disparos y Soledad decide no volver a salir de su casa conservando el traje
negro y a Dairo su hijo en el vientre. El itinerario será el mismo que
cumpliera su madre y su tía al irse a la finca para el alumbramiento. Dairo
como el hijo que queda testimoniando aquel amor frustrado, incubará un espacio
de trama y de conflicto. Las contradicciones llevarán mucho antes a Rosa,
hermana menor de María, a que establezca una rivalidad por su hombre hasta el
punto que una de ellas debe retirarse de la casa. Blanca y Lía, las hijas de
Rosa con Clodomiro, sufrirán discriminaciones y tragedia.
Difícil intentar el
resumen de una obra tan extensa que por la acumulación enriquecedora de
detalles nos puede llevar al facilismo de cercenar importantes revelaciones de
la historia y hasta dejarnos al antojo manipular a grandes rasgos temas con los
que alcanza el autor el equilibrio, la forma y el movimiento. Es irreductible
su creación y su testimonio y su ritmo permanente en revelaciones corre el
peligro de desangrarse a título de una representación sintética. Sin embargo,
por encima de la sujeción a sus palabras que le dan mucha vida a un mundo
enriquecido, tanto por lo que se pinta como por lo que sienten y dicen los
personajes, realizaremos una especie de orden cerrado para una construcción
abierta.
La vida del protagonista
en la parte urbana es la travesía en apariencia eterna por el paraíso tramposo
del alcohol, la estación transitoria en el lecho o la conversación con sus
amantes, la elaboración de las evocaciones de la infancia o la reconstrucción
de las noches borradas por efectos del vino, la cerveza, el whisky o el ron, y
entre tanto al frente está su oficio de periodista o escritor, su cotidianidad
con Ivonne, su mujer, y Alberto y Viviana, sus dos hijos, en cuyo proceso
surgirá la inevitable ruptura, el ir y venir bajo la atmósfera de un mundo
sórdido y perdido entre el humo de los cigarrillos y los sentimientos de
frustración casi como destino.
La existencia de Carlos se
columpia entonces entre las calles, los apartamentos, los bares, las
indecisiones, las mujeres, el trabajo, las permanentes referencias a libros y
lecturas, las borracheras y los guayabos, el dolor de cabeza e inclusive el ocasional
consumo de marihuana. Sobre tal acaecer llegarán los recuerdos de infancia, la
visión del padre alcohólico, naturalmente irresponsable, la temporada a su lado
contemplando la inmensidad del mar o la miseria de los lugares que habita, la
pobreza y fealdad de sus amantes, la indefección de los hermanos medios y no
falta en la evocación el definir la tosudez de la madre rezongona, su lucha
desde el abandono, su terquedad para sobrevivir.
Las escenas van
sucediéndose unas a otras como si en esa larga convalescencia que es su vida,
nadara siempre entre las dudas de levantarse, bañarse, tomar cerveza, oir
música, compartir con Sonia, su última amante, o traer el recuerdo de las otras
que poblaron sus días. Todo sucede mientras sigue consumiéndose cada día entre
los cigarrillos, la ducha, el jabón, la afeitada y la lectura de las noticias o
los libros, sumándose cada asunto en un ir y venir por el presente y el pasado
que lo atropellan como un necesario balance de fin de año.
Carlos es un voyerista de
sí mismo y no sólo espía su vida por el ojo de la cerradura de su conciencia,
sino que lo hace con los demás para visualizar y sentir que ha sido un
fabricante de ilusiones y que tarde o temprano el juego llegará a su fin.
Aunque él cree que “el infierno son los otros”, como afirmaba Sartre, el
protagonista, soberbio y prepotente, termina alcanzando la valentía cuando
confiesa sin rubor alguno sus sentimientos, pero no es más que un acto de
contrición que pretende justificar y aplazar su destino de perdedor irredimible.
Su permanente ebriedad, por otra parte, pareciera dejarle la sensación de que
abraza otras dimensiones de la vida puesto que es así que indaga sobre ella de
una manera más profunda.
Carlos no hace sino
compensarse como abriéndose a sí mismo las puertas que cierra con la dureza e
impiedad de su conducta y al que no le interesa encontrar nada sino buscar
todo. Pero ese todo no es más que la recuperación de un pretérito, puesto que
en el laberinto de su propia trampa es incapaz de hacer una estación en el
camino como para volver a su lucidez y reconstruir los sueños y por ello sólo
sabe sentirse entre escombros. El divorcio entre lo que quiere y lo que hace,
lo conduce de manera irremediable a su destrucción. No tanto por la enfermedad
que termina padeciendo en su cuerpo sino la que carcome su espíritu. Sobre ella
narra como testigo pero también como intérprete. Lo que vive lo transforma
necesariamente en un hombre melancólico, mas no en un hombre vacío gracias a su
capacidad intelectual, a sus lecturas, a su postura filosófica frente al mundo,
a su capacidad estelar de reflexión.
La quiebra de los valores
y creencias tradicionales, así como el nacimiento de nuevas bases ideológicas y
filosóficas, tiene en la novela de Hugo Ruiz un amplio panorama y hasta el
resultado de ellos se ofrece en personajes que padecen una profunda crisis
mental, moral y cultural. Todo ello sacude los fundamentos más profundos de
esas existencias y se generan en medio de un clima de violencia, angustia,
desesperación, zozobra, temor y desesperanza.
Son seres acompañados pero
solos que ante la soledad y el abandono que los busca o se buscan, les deja
apenas el camino de indagarse a sí mismos, a debatir alrededor de la naturaleza
y el destino del ser, caminando, como sin remedio posible, hacia las
motivaciones más hondas y secretas del subconciente. Lo anterior indica que si
bien es cierto se suceden en un medio concreto, plantean un sentido
universalista de la vida. La búsqueda del estudio del propio ser y de quienes
lo rodean, que es lo que hace Carlos a lo largo de la novela, conducen a la
búsqueda de respuestas a sus dudas y enigmas.
Ello no significa que se
estacione tan sólo en estas indagaciones, porque la obra no descuida los
problemas exteriores del hombre en el campo de la política, la economía y lo
social. Sin embargo, particularmente en las reflexiones del protagonista, puede
sentirse que apresa con maestría la realidad sicológica y vital del hombre
contemporáneo y sus luchas, no tanto contra los otros hombres sino consigo mismo,
dejando el campo de la mente humana divagar en el fluir del subconciente
con maneras de concebir la vida desde el existencialismo y otras
corrientes filosóficas. Las reacciones ante los estímulos e incitaciones de ese
mundo oscuro, se expresan con una forma intelectual, culta, como si el
simbolismo hallado en las lecturas y en las citas le sirvieran como muleta
preferida para explicarse la vida y justificarla. Esa angustia metafísica que
refleja la novela en su parte urbana, esa sensación de desesperanza frente al
destino, esa sensación de soledad y de aislamiento, ese abandono y rebeldía
frente a lo absurdo de la vida, presenta al hombre tratando de hallar su
destino en un mundo que considera en quiebra. De este modo, así no se quisiera,
la obra termina siendo de carácter testimonial de la crisis del mundo que nos
tocó en suerte.
Alguna vez Cortázar afirmó
que el escritor es su propio psicoanalista y aquí, aunque se sustituyen rostros
estrictamente personales, se desintoxica el autor para botar la lava de su
propio volcán alrededor de lo que ha vivido o ha visto vivir, de lo que agrada
a sus sentidos y lo que sus sentidos rechazan. Es como si dijera toda la verdad
sobre su medio social e histórico, político y económico, subjetivo y objetivo,
pero sin enmascararla con la escritura sino descubriéndola estética y
vitalmente gracias a ella. Ninguno de los personajes se salva del juicio final
porque en el repaso de sus actos o de sus pecados, para usar la ética
cristiana, puede decir a conciencia que es digno de pisar el paraíso. Unos por
haber tenido la miserableza de la falta de honor y de valor, por haberse
resignado al dejar hacer y a la obediencia, por no cumplir con el deber de
rebelarse y apenas de encarnar la cobardía. Otros por representar el papel de
victimarios ocupados en cumplir de manera egoista con sus deseos y caprichos
por encima de los de los demás. Todo ello no implica que se trate de los buenos
o los malos de la película porque cada quien carga su dosis de maldad o su
ración de virtud. Unos pecan de pensamiento, otros de palabra y otros de obra.
El narrador emprende un
viaje alrededor de los otros para tropezarse con apariencias y verdades, para
ir al corazón de los personajes, para entender a cada paso que se puede huir de
todo, como decía Vargas Vila, menos de nosotros mismos. Si bien es cierto se
ven sus almas desnudas palpitar, soñar, recordar y sufrir, también lo es que en
ese estado se nos revela lo trágico de los pensamientos que provienen sólo de
la pasión. Pero es gracias a ella que puede levantarse parte de la historia en
donde se construyen, se destruyen y se reconstruyen las voces del pasado, del
presente y del porvenir. Todo apunta a la preparación de una tormenta donde la
memoria logra perdurar, a pesar de la muerte, porque esa es otra forma de
vivir.
No deja de entreverse un
tono trascendentalista para rechazar la sociedad y lo que la compone en sus
diversos modos de producción social, enfocándose su sentido a una visión
voluntarista de lo sórdido, lo amargo, lo desesperado y pesimista, encarnado
por seres que, como ya está dicho, son a la vez víctimas y victimarios de un
desgarramiento profundo en su personalidad.
La dinámica de Balada
muerta de los soldados de antaño nos arrastra como un río sin que podamos
evitar el descenso porque a cada paso sin tregua nos devora. Ahí está la
capacidad de seducción de un autor que conoce la trampa de la literatura y los
secretos de la conquista para el lector. No por ello se convierte en un
efectista al estilo de los presdigitadores, sino que entiende cómo lo desbordante
de la realidad es la sinceridad con que la pinta, conque la sublima, con lo que
deslumbra en la bucólica del tiempo y en la seguridad de un lenguaje que nos
empuja al regocijo por su precisión y su talento. Si el autor nos sumerge en
cielos desgarrados, en ensueños que parecen revolcarse entre sus cenizas, nos
saca igualmente airosos porque nos enseña otra vez que la literatura es una
categoría del pensamiento, del conocimiento, de la vida en sus más profundas
acepciones. Y si nos entrega un mundo que no es necesariamente ejemplar, es,
sin quererlo, para ofrecernos el espejo de los abismos a los cuales no es bueno
asomarse nunca. No parece verdad tanta “belleza”, pero Juan Rulfo tenía razón
cuando afirmaba que “la literatura es una falsedad pero no es una mentira”.
No podría enmarcarse la
novela en un movimiento o tendencia específica porque realiza una mezcla
afortunada entre existencialismo, neorrealismo, trascendentalismo, sicologismo,
neonaturalismo y superealismo, entre otras. De todos modos, la representación
que logra Hugo Ruiz de las complejidades de la vida en el interior de la mente,
es de una lucidez triunfante. Igualmente, las técnicas utilizadas demuestran su
alto dominio en la arquitectura novelística actual, puesto que no deja de lado
ni el monólogo interior directo e indirecto, la descripción omnisciente o el
soliloquio, así como maneja el contrapunto al darle varios niveles a la
narración, situando en ocasiones planos paralelos, simultáneos y entrecruzados,
reflejando trucos como el de repetir textos exactos que antes estaban escritos
en la novela por un supuesto narrador omnisciente y que terminan siendo apenas
la reproducción de una novela que se hace sobre la novela y que es la misma.
Es, como diría Orlando Gómez Gil de otro libro, el que a veces da la impresión
de que un niño jugador ha trastocado las páginas del manuscrito. Tales
influencias que vienen de Proust y de Mann, las combina con el uso de textos
clásicos y modernos como lo hiciera Joyce y no dejan de manejarse simbolismos y
alegorías, al tiempo que utiliza traslaciones, o mejor, aprovecha
circunstancias presentes de sus personajes para presentar hechos remotos y
pasados.
A pesar de que existen
pasajes donde se describe la práctica de la brujería clásica con sus rituales
de sobra conocidos, no se llega a rozar el famoso realismo mágico sino que se
va a las técnicas del realismo crítico. Finalmente, debe señalarse que si
surgen protagonistas definidos, aquí pudiera decirse que el protagonista es
múltiple por cuanto en varios importantes apartados se introducen caracteres
colectivos, al tipificar una comunidad particular y varios miembros de grupos
sociales específicos.
En síntesis, el montaje no
deja nada al garete y es una inteligente y audaz construcción de un edificio
narrativo que encarna un notable esfuerzo y testimonia con maestría una muy
hábil adaptación de técnicas que le ofrecen una particular fisonomía.
Temáticamente debe subrayarse que si por ahí pasa la historia del país desde la
perspectiva de los personajes, también lo es que no se descuida en mostrar los
grandes magnicidios de nuestra época contemporánea. Al final, terminará
confundida y explicada cabalmente la saga familiar y la herencia de sordidez
que la acompaña y los planos que parecían retratar dos mundos distantes tanto
en el tiempo como en el espacio, culminarán en uno solo.
Existen capítulos como
arrancados de las mejores novelas de suspenso al crear los detalles y la
atmósfera, por ejemplo, del misterioso, atractivo y arriesgado forastero que se
enamora de Carlota y comete actos fuera de lo común para llamar su atención.
Vendrán desenlaces para cada asunto planteado sin que quede nada por fuera de
la atención del novelista que no deja cabos sueltos y se desarrollarán las
profundas motivaciones de diferencia y resentimiento entre Rosa y María la
evolución de las existencias de Antonio, Julia y Soledad dando a luz a Dairo y
Gustavo, los recuerdos de la muerte y el entierro de Ildebrando, la fuga de
Julia con Abel a pesar de temer a su padre Clodomiro, los viajes a la hacienda,
en fin, cómo empiezan, transcurren y terminan aquellas existencias que van
parejas a la construcción, destrucción y resurgimiento del poblado mismo.
De otra parte, la vida de
Carlos, sumido en su interioridad y combinada con el alcohol y la escritura de
la novela que es la misma que por momentos se lee y sobre cuyo acto creativo
surgen discusiones, tendrá como fondo la conclusión de que la materia prima de
su trabajo es, como diría Sterne, su propio sufrimiento. Repasará una y otra
vez su itinerario. Desde su infancia, desde la convivencia con mujeres
abandonadas, desde su mutismo en el cual transcurren varias muertes, incluida
la de su padre con cáncer de esófago, desde los amigos y las farras, los viajes
y el despilfarro de toda una existencia en medio de “la oscura procesión de sus
días y noches”.
Se examina aquí a un
escritor intelectualmente íntegro que no acude ni al estereotipo, al clisé o a
la retórica para pintar profundamente su universo y que, como en un regreso a
la memoria, vuelve significativa la historia y su ficción desde el campo de la
literatura. En ella Ruíz no muestra piedad alguna ni para su país ni para sus
personajes, haciendo válida una declaración de Vargas Llosa cuando afirma que
“mientras más duros sean los escritos contra su país, más intensa será la
pasión que lo una a él, porque en el dominio de la literatura la violencia es
una prueba de amor”. Sin proponérselo, quizá, Hugo Ruiz, a través del
pensamiento que explora ya sea por el camino de la magia, la religión o el
sentimiento trágico de la vida a que aludiera Unamuno, devela dogmas políticos
sin discursos porque va de la mano de lo cotidiano, de la realidad sensible,
del estado de las cosas que como vasos comunicantes respiran historia, tiempo y
mundo.
Sin el requerimiento
básico del saber no podría concebirse una historia así ni su manera de
narrarla. Los procedimientos a los cuales ya hice referencia se combinan para
reconocer verdades, descubrir lo falso y darnos poco a poco, como en un viaje
terrible por el ser, un viaje hacia el infierno. Pareciera que las batallas
emprendidas tuvieran sólo la salida del fracaso y la destrucción, pero sale
airosa la novela que por decir lo que dice y por hacerlo como lo hace, es la
única triunfadora sobre el lodo de la miseria que descubrimos.