Llega con
'El pianista de Hamburgo', 'Los velos de la memoria' y 'La baronesa del circo
Atayde'.
Por: Francisco
Celis Albán - EL TIEMPO
Pardo
soñaba ser cantante de baladas, pero a los 16 años la vida lo encarriló como
profesor de literatura, en el colegio del barrio de las prostitutas.
Mi padre
era un chofer de Líbano (Tolima), de una sabiduría empírica; y mi madre, una
artista que junto con su hermana Sofía Rodríguez de Moreno (un personaje de Yo
y tú que se llamaba Socorrito, esposa de don Eloy) tenían un dúo llamado Las
Alondras del Llano. Mi madre estaba destinada a irse a México a estudiar teatro
y canto, y llegó el montañero de mi padre, la enamoró y se la llevó para ese
pueblo en la cordillera. Cuando mi papá hacía las correrías de sus viajes,
llevando café a distintas partes de Colombia, mi madre nos montaba obras de
teatro y empezó a tener hijos y llegó a tener diez. Eramos una compañía de
teatro, de circo, de declamadores... Ahí empezamos ese amor por lo artístico.
Especialmente en Carlos Orlando, mi hermano, que es escritor. Luego, por la
violencia, migramos a Bogotá, donde, en la Academia de Arte Don Eloy, mi tía
nos involucró un poco más en el arte. Los castigos que ella nos ponía era
encerrarnos en la biblioteca a leer el Quijote, a Salgari, a Verne...
¿En qué
momento usted dice ‘esto de los libros es lo mío’?
Yo quería
ser cantante de baladas en los 60. Era un roquero de pueblo. Escribía poemas
para que fueran baladas. Yo no fui un escritor prematuro ni nada de eso. En mi
adolescencia, en Ibagué, empecé a leer, y entré directamente por el boom
latinoamericano y me di cuenta de que ese mundo maravilloso –Juan Carlos
Onetti, Vargas Llosa, García Márquez– era lo que yo quería hacer. Muy motivado
por mi hermano, que es mayor y escribía más que yo. A los dieciséis años y
medio fui maestro de literatura en los colegios. Iba aprendiendo literatura y
enseñando literatura. Con los muchachos leíamos en los parques. Mi primer
trabajo fue en el puerto de Honda, en un barrio que se llama Arrancaplumas, el
barrio de la prostitución. Los muchachos me dijeron: “Oiga, hermano, usted para
qué curso viene”, pero yo era el profesor. La primera reunión de acudientes
eran todas prostitutas y yo no sabía qué decirles, estaba totalmente
angustiado.
Para ser
maestro no había necesidad de ser muy preparado y una de las formas de ayudar a
los muchachos a buscar empleo era darles puestos como maestros. Yo tenía cuarto
de bachillerato. Entonces mi papá, a través de un amigo del Líbano que estaba
en la Secretaría de Educación, logró meternos como maestros.
Duré seis
meses y lograron trasladarme a Ibagué, donde comencé a hacer mi carrera
universitaria mientras seguía siendo profesor. Estudié licenciatura en español
y literatura, y luego me vine a Bogotá a hacer mi doctorado en la Javeriana,
que no terminé porque salí muy decepcionado. Mi expectativa era esa avidez de
querer aprender mucho, y lo que me daban era muy despacio, muy técnico y muy
académico. Y yo quería comerme el mundo y en el aula no me daban ni un
sánduche. Más adelante fui profesor en varias universidades, hice una
especialización y entré un poco a la burocracia, pero lo mío fue siempre la
literatura.
Aparte de
su hermano, ¿quién lo motivaba a leer?
En Ibagué
conformamos un grupo de jóvenes inquietos por la literatura, que llamamos el
Grupo Cultural Pijao, de donde salió una editorial que ha publicado muchos
títulos. Éramos jóvenes profesores universitarios y de bachillerato, inquietos.
Había un personaje muy especial, un huilense que se llamaba Humberto Tafur
Charry, novelista, que viajaba con un maletín por todo el país vendiendo los
libros de la editorial Losada. Hablaba de literatura y nos vendía a crédito los
libros; sabía literatura y todos sus cuentos, que eran muy rulfianos, los
escribía en los buses mientras viajaba.
¿Qué fue
lo primero que escribió?
Empecé a
escribir cuentos y un día leímos con mi hermano y con Germán Santamaría mi
cuento El jardín de las Hartmann. Germán me dijo: “Esto no es un cuento, esto
es el comienzo de una novela”, y fue cuando escribí y publiqué esa novela, que
luego fue El jardín de las Weismann, por problemas con el título. La escribí a
los veintipico de años, ya lleva once ediciones, y fue traducida por Jacques
Gilard, el traductor al francés de algunos textos periodísticos de García
Márquez. Es un libro que cuenta la violencia de los 50 desde el erotismo y
desde un jardín, un elemento simbólico, sin tantos muertos sin tanta sangre y
terrorismo.
Pero ese
es un análisis posterior. ¿Qué era lo que quería hacer entonces?
Yo no
pensé en escribir una novela no truculenta, sino amorosa, erótica. Tengo una
serie de tías del Líbano, que todas quedaron solteronas porque en esa época
todos los hombres o estaban muertos o estaban enmontados, como se decía.
Entonces, a estas mujeres alemanas que yo veía, las Hartmann, también las veía
muy solitarias. ¿Cómo hacían estas mujeres para encerrarse y vivir la guerra,
el amor y el erotismo y la necesidad? Entonces creé ese símbolo, el jardín, que
estaba al lado de mi colegio que expropiaron para el batallón, y yo veía esas
flores que todavía existen.
¿Cuál fue
el lío por el que cambió el título?
Que las
Hartmann existían realmente y eran unas señoras muy apreciadas por la
comunidad, y además eran unas educadoras a las que les dieron hasta la Cruz de
Boyacá. Yo estaba muy joven y les puse a los personajes el nombre de mis
hermanas, pero con el apellido Hartmann, entonces me amenazaron de muerte los
familiares, el obispo quemó mis libros en la plaza del pueblo. Hubo una pequeña
polémica y finalmente hice lo que me enseñó Hemingway: para uno encontrar el
nombre de un personaje busca el libro donde están todos los nombres, que son
las guías telefónicas. Miré y Weismann solamente había uno. Entonces llamé a
preguntar por él y una señora me contestó: ‘Ay, siquiera llama, porque él
falleció hace tres meses y nadie sabe de él’. Le di las gracias y les puse:
Weismann.
¿Cómo fue
a dar la novela a la televisión?
En ese
momento las productoras estaban haciendo literatura latinoamericana llevada a
la televisión, y me llamaron de Caracol para que hiciera la adaptación a
televisión. Firmé un contrato que tenía una cláusula titulada ‘versión libre
para televisión’ y cuando empecé a ver eso me di cuenta de que no era mi libro.
Sufrí mucho y decidí con Elsa, con el dinero que me pagaron, irnos a la Unión
Soviética y nunca la vi.
¿Críticas
negativas?
Un
crítico escribió un artículo titulado ‘Los estragos del garciamarquismo’, y nos
metió a un grupo de autores jóvenes, diciendo que García Márquez nos había
influenciado. Con el tiempo me reconoció que había sido exagerado.
Amo a
García Márquez y amo lo que significó para nuestra literatura y lo que
significa, y lo que nos enseñó, y el mundo que nos abrió. Pero mi lenguaje es
totalmente distinto del suyo, que es muy hiperbólico. El mío es simbólico. Por
primera vez como que aterrizo en esa diferencia entre ese párrafo largo y el
mío, que es poético, simbólico, no evidente, más cercano a lo que yo quería,
que era la poesía.
Sus
novelas se inscriben dentro de una línea histórica, ¿se siente al margen de las
corrientes literarias?
Yo no he
variado mucho mi estilo y cuando he intentado aislarme de él he fracasado. Mis
amigos me dicen: “Vuelva al tono de El jardín”. Y con mi último proyecto lo
hice y me gusta mucho. He experimentado con una literatura rápida, más contemporánea,
pero como mis personajes son reflexivos y tienen introyección, entonces esa
literatura rápida no funciona. Mi literatura no es tan exterior ni epidérmica,
es, como soy yo, para adentro. Estoy muy influenciado por Thomas Mann, los
escritores que han hablado del ser humano desde lo profundo, desde el punto de
vista de sus contradicciones y de la sociedad. Sobre héroes y tumbas, de
Sabato, especialmente el ‘Informe sobre ciegos’, me gusta mucho. Juan Carlos
Onetti, que es el autor del fracaso, de los amores retorcidos, un hombre que
todo lo que emprende es fallido, ha sido muy importante para mí.
El
existencialismo también lo influenció...
Leí muy
profusamente a Jean Paul Sartre y a Albert Camus, fundamentales sobre lo que
debe ser un escritor en un tiempo determinado, y creo que he respondido a ese
postulado. Soy un autor de mi tiempo y como tengo una sociedad tan llena de
problemas sociales, creo que al escritor le corresponde –otros dirán que no–
contar su tiempo. Sin ser una literatura de ideología, porque ni he sido
comunista ni socialista; soy un anarquista, un librepensador, que ama la
libertad que respeta al ser humano. Un humanista.
¿Cómo
logra engranar la historia a lo largo de su ‘Quinteto de la frágil memoria’, en
el que el foco es contar historias particulares de la gente, en un país con una
historia como la nuestra?
El Líbano
fue de los pueblos más violentos de la guerra bipartidista de los años 50, y
que produjo los más terribles bandidos como ‘Desquite’ y ‘Sangrenegra’, pero
también una generación de revolucionarios; fundadores del M-19 como Afranio
Parra, que era poeta y además pintor; de movimientos sociales que en el año 29
se tomaron el poder, los bolcheviques del Líbano… Todo eso fue caldo de
cultivo. Y en medio de eso mi abuelo materno, Carlos Arturo Rodríguez, uno de
los fundadores del Partido Comunista, un hombre que fue rosacruz, masón y
comunista. Era un artesano que trabajaba la madera y con él aprendí los
primeros versos de José Martí. Mi papá era un liberal que le quiso brindar un
homenaje con el nombre de su hijo a su líder asesinado. Estaba yo un poco
predestinado a hacer eso. Pero cómo hacerlo, si yo no tenía unas bases de
conocimiento de nuestra historia, entonces por eso metí a estas mujeres de mi
primera novela, en medio de una cosa onírica. Me di cuenta después de que tenía
serios vacíos históricos. Publiqué dos novelas más, Irene y Seis hombres y una
mujer, y dije yo no puedo seguir escribiendo novelas sin estudiar la historia.
Y dejé de publicar novelas 20 años y me dediqué a estudiar la historia de
Colombia.
Con el
siguiente antecedente: cuando yo trabajaba en el Ministerio de Salud, me
presentaron a la persona que me iba a asesorar en participación comunitaria y
divulgación de los servicios de salud, y me dijo: “Germán Guzmán Campos”. Yo me
incliné y le besé la mano y le dije: “Usted es el tipo más importante para mi
vida”. Porque el libro de Guzmán, Umaña Luna y Orlando Fals Borda, La violencia
en Colombia, es la biblia para entender lo que pasó en el país. Eso fue en los
80. Entablamos una amistad y me dijo: “Jorge Eliécer, a usted le corresponde
escribir el libro de la guerra, con el tono de El jardín”. Él había sido
párroco en el Líbano, era de Chaparral. Un hombre maravilloso, sabio...
El más
importante violentólogo contemporáneo en Colombia es Gonzalo Sánchez, director
del Centro de la Memoria, que ha trabajado mucho la temática de la guerra, es
del Líbano.
Guzmán
Campos fue la segunda influencia más importante: empezó a proveerme de libros y
documentos secretos para entender el fenómeno de la guerra, de esa guerra que
él vivió tan cerca. Ese libro es producto de que Alberto Lleras hizo una
comisión de paz, para entender las causas de la violencia. Ellos tres
encabezaron ese estudio.
Posteriormente
me alimenté de los libros de Arturo Alape, mi gran amigo, quien es uno de los
cronistas e investigadores más importantes de la guerra. El Bogotazo es un
texto fundamental. Empecé a estudiar la nueva interpretación de la historia de
Colombia, distinta del discurso oficial. Y me dediqué a escribir la novela para
monseñor Germán Guzmán, ya muerto, y quince años después me di cuenta de que
tenía 2.500 páginas. Dije, esto editorialmente es imposible. Opté por hacer
cinco libros que bauticé El quinteto de la frágil memoria. Tuve que reescribir
casi todo, haciendo que cada libro tuviera su autonomía, pero que cada uno
estuviera entrelazado con los otros.
Un
trabajo faraónico...
Me
entregué a eso y el primero que se publicó es El pianista que llegó de
Hamburgo. Ya tiene cuatro ediciones. Y fue hecho en convenio con Conaculta de
México. Y el segundo, dos años después, fue La baronesa del circo Atayde, que
realmente es un poco la historia de mi abuelo artesano, y sus antepasados
también artesanos rebeldes, y la historia del sueño de mi madre de ser una
mujer del circo, una bailarina del aire, y con el telón de nuestra guerra.
Posiblemente este año saldrá otro libro, que se llama Trashumancia, que es la
historia de una familia que tiene que huir de la violencia. Es también sobre el
Líbano y su mundo mágico.
Francisco
Celis Albán