Jorge Eliécer Pardo deja atrás 20 años de silencio en sus escritos - 18 de enero de 2016 -

Llega con 'El pianista de Hamburgo', 'Los velos de la memoria' y 'La baronesa del circo Atayde'.
Por: Francisco Celis Albán - EL TIEMPO

Pardo soñaba ser cantante de baladas, pero a los 16 años la vida lo encarriló como profesor de literatura, en el colegio del barrio de las prostitutas.
Pardo soñaba ser cantante de baladas, pero a los 16 años la vida lo encarriló como profesor de literatura, en el colegio del barrio de las prostitutas.
Mi padre era un chofer de Líbano (Tolima), de una sabiduría empírica; y mi madre, una artista que junto con su hermana Sofía Rodríguez de Moreno (un personaje de Yo y tú que se llamaba Socorrito, esposa de don Eloy) tenían un dúo llamado Las Alondras del Llano. Mi madre estaba destinada a irse a México a estudiar teatro y canto, y llegó el montañero de mi padre, la enamoró y se la llevó para ese pueblo en la cordillera. Cuando mi papá hacía las correrías de sus viajes, llevando café a distintas partes de Colombia, mi madre nos montaba obras de teatro y empezó a tener hijos y llegó a tener diez. Eramos una compañía de teatro, de circo, de declamadores... Ahí empezamos ese amor por lo artístico. Especialmente en Carlos Orlando, mi hermano, que es escritor. Luego, por la violencia, migramos a Bogotá, donde, en la Academia de Arte Don Eloy, mi tía nos involucró un poco más en el arte. Los castigos que ella nos ponía era encerrarnos en la biblioteca a leer el Quijote, a Salgari, a Verne...
¿En qué momento usted dice ‘esto de los libros es lo mío’?
Yo quería ser cantante de baladas en los 60. Era un roquero de pueblo. Escribía poemas para que fueran baladas. Yo no fui un escritor prematuro ni nada de eso. En mi adolescencia, en Ibagué, empecé a leer, y entré directamente por el boom latinoamericano y me di cuenta de que ese mundo maravilloso –Juan Carlos Onetti, Vargas Llosa, García Márquez– era lo que yo quería hacer. Muy motivado por mi hermano, que es mayor y escribía más que yo. A los dieciséis años y medio fui maestro de literatura en los colegios. Iba aprendiendo literatura y enseñando literatura. Con los muchachos leíamos en los parques. Mi primer trabajo fue en el puerto de Honda, en un barrio que se llama Arrancaplumas, el barrio de la prostitución. Los muchachos me dijeron: “Oiga, hermano, usted para qué curso viene”, pero yo era el profesor. La primera reunión de acudientes eran todas prostitutas y yo no sabía qué decirles, estaba totalmente angustiado.
Para ser maestro no había necesidad de ser muy preparado y una de las formas de ayudar a los muchachos a buscar empleo era darles puestos como maestros. Yo tenía cuarto de bachillerato. Entonces mi papá, a través de un amigo del Líbano que estaba en la Secretaría de Educación, logró meternos como maestros.
Duré seis meses y lograron trasladarme a Ibagué, donde comencé a hacer mi carrera universitaria mientras seguía siendo profesor. Estudié licenciatura en español y literatura, y luego me vine a Bogotá a hacer mi doctorado en la Javeriana, que no terminé porque salí muy decepcionado. Mi expectativa era esa avidez de querer aprender mucho, y lo que me daban era muy despacio, muy técnico y muy académico. Y yo quería comerme el mundo y en el aula no me daban ni un sánduche. Más adelante fui profesor en varias universidades, hice una especialización y entré un poco a la burocracia, pero lo mío fue siempre la literatura.
Aparte de su hermano, ¿quién lo motivaba a leer?
En Ibagué conformamos un grupo de jóvenes inquietos por la literatura, que llamamos el Grupo Cultural Pijao, de donde salió una editorial que ha publicado muchos títulos. Éramos jóvenes profesores universitarios y de bachillerato, inquietos. Había un personaje muy especial, un huilense que se llamaba Humberto Tafur Charry, novelista, que viajaba con un maletín por todo el país vendiendo los libros de la editorial Losada. Hablaba de literatura y nos vendía a crédito los libros; sabía literatura y todos sus cuentos, que eran muy rulfianos, los escribía en los buses mientras viajaba.
¿Qué fue lo primero que escribió?
Empecé a escribir cuentos y un día leímos con mi hermano y con Germán Santamaría mi cuento El jardín de las Hartmann. Germán me dijo: “Esto no es un cuento, esto es el comienzo de una novela”, y fue cuando escribí y publiqué esa novela, que luego fue El jardín de las Weismann, por problemas con el título. La escribí a los veintipico de años, ya lleva once ediciones, y fue traducida por Jacques Gilard, el traductor al francés de algunos textos periodísticos de García Márquez. Es un libro que cuenta la violencia de los 50 desde el erotismo y desde un jardín, un elemento simbólico, sin tantos muertos sin tanta sangre y terrorismo.
Pero ese es un análisis posterior. ¿Qué era lo que quería hacer entonces?
Yo no pensé en escribir una novela no truculenta, sino amorosa, erótica. Tengo una serie de tías del Líbano, que todas quedaron solteronas porque en esa época todos los hombres o estaban muertos o estaban enmontados, como se decía. Entonces, a estas mujeres alemanas que yo veía, las Hartmann, también las veía muy solitarias. ¿Cómo hacían estas mujeres para encerrarse y vivir la guerra, el amor y el erotismo y la necesidad? Entonces creé ese símbolo, el jardín, que estaba al lado de mi colegio que expropiaron para el batallón, y yo veía esas flores que todavía existen.
¿Cuál fue el lío por el que cambió el título?
Que las Hartmann existían realmente y eran unas señoras muy apreciadas por la comunidad, y además eran unas educadoras a las que les dieron hasta la Cruz de Boyacá. Yo estaba muy joven y les puse a los personajes el nombre de mis hermanas, pero con el apellido Hartmann, entonces me amenazaron de muerte los familiares, el obispo quemó mis libros en la plaza del pueblo. Hubo una pequeña polémica y finalmente hice lo que me enseñó Hemingway: para uno encontrar el nombre de un personaje busca el libro donde están todos los nombres, que son las guías telefónicas. Miré y Weismann solamente había uno. Entonces llamé a preguntar por él y una señora me contestó: ‘Ay, siquiera llama, porque él falleció hace tres meses y nadie sabe de él’. Le di las gracias y les puse: Weismann.
¿Cómo fue a dar la novela a la televisión?
En ese momento las productoras estaban haciendo literatura latinoamericana llevada a la televisión, y me llamaron de Caracol para que hiciera la adaptación a televisión. Firmé un contrato que tenía una cláusula titulada ‘versión libre para televisión’ y cuando empecé a ver eso me di cuenta de que no era mi libro. Sufrí mucho y decidí con Elsa, con el dinero que me pagaron, irnos a la Unión Soviética y nunca la vi.
¿Críticas negativas?
Un crítico escribió un artículo titulado ‘Los estragos del garciamarquismo’, y nos metió a un grupo de autores jóvenes, diciendo que García Márquez nos había influenciado. Con el tiempo me reconoció que había sido exagerado.
Amo a García Márquez y amo lo que significó para nuestra literatura y lo que significa, y lo que nos enseñó, y el mundo que nos abrió. Pero mi lenguaje es totalmente distinto del suyo, que es muy hiperbólico. El mío es simbólico. Por primera vez como que aterrizo en esa diferencia entre ese párrafo largo y el mío, que es poético, simbólico, no evidente, más cercano a lo que yo quería, que era la poesía.
Sus novelas se inscriben dentro de una línea histórica, ¿se siente al margen de las corrientes literarias?
Yo no he variado mucho mi estilo y cuando he intentado aislarme de él he fracasado. Mis amigos me dicen: “Vuelva al tono de El jardín”. Y con mi último proyecto lo hice y me gusta mucho. He experimentado con una literatura rápida, más contemporánea, pero como mis personajes son reflexivos y tienen introyección, entonces esa literatura rápida no funciona. Mi literatura no es tan exterior ni epidérmica, es, como soy yo, para adentro. Estoy muy influenciado por Thomas Mann, los escritores que han hablado del ser humano desde lo profundo, desde el punto de vista de sus contradicciones y de la sociedad. Sobre héroes y tumbas, de Sabato, especialmente el ‘Informe sobre ciegos’, me gusta mucho. Juan Carlos Onetti, que es el autor del fracaso, de los amores retorcidos, un hombre que todo lo que emprende es fallido, ha sido muy importante para mí.
El existencialismo también lo influenció...
Leí muy profusamente a Jean Paul Sartre y a Albert Camus, fundamentales sobre lo que debe ser un escritor en un tiempo determinado, y creo que he respondido a ese postulado. Soy un autor de mi tiempo y como tengo una sociedad tan llena de problemas sociales, creo que al escritor le corresponde –otros dirán que no– contar su tiempo. Sin ser una literatura de ideología, porque ni he sido comunista ni socialista; soy un anarquista, un librepensador, que ama la libertad que respeta al ser humano. Un humanista.
¿Cómo logra engranar la historia a lo largo de su ‘Quinteto de la frágil memoria’, en el que el foco es contar historias particulares de la gente, en un país con una historia como la nuestra?
El Líbano fue de los pueblos más violentos de la guerra bipartidista de los años 50, y que produjo los más terribles bandidos como ‘Desquite’ y ‘Sangrenegra’, pero también una generación de revolucionarios; fundadores del M-19 como Afranio Parra, que era poeta y además pintor; de movimientos sociales que en el año 29 se tomaron el poder, los bolcheviques del Líbano… Todo eso fue caldo de cultivo. Y en medio de eso mi abuelo materno, Carlos Arturo Rodríguez, uno de los fundadores del Partido Comunista, un hombre que fue rosacruz, masón y comunista. Era un artesano que trabajaba la madera y con él aprendí los primeros versos de José Martí. Mi papá era un liberal que le quiso brindar un homenaje con el nombre de su hijo a su líder asesinado. Estaba yo un poco predestinado a hacer eso. Pero cómo hacerlo, si yo no tenía unas bases de conocimiento de nuestra historia, entonces por eso metí a estas mujeres de mi primera novela, en medio de una cosa onírica. Me di cuenta después de que tenía serios vacíos históricos. Publiqué dos novelas más, Irene y Seis hombres y una mujer, y dije yo no puedo seguir escribiendo novelas sin estudiar la historia. Y dejé de publicar novelas 20 años y me dediqué a estudiar la historia de Colombia.
Con el siguiente antecedente: cuando yo trabajaba en el Ministerio de Salud, me presentaron a la persona que me iba a asesorar en participación comunitaria y divulgación de los servicios de salud, y me dijo: “Germán Guzmán Campos”. Yo me incliné y le besé la mano y le dije: “Usted es el tipo más importante para mi vida”. Porque el libro de Guzmán, Umaña Luna y Orlando Fals Borda, La violencia en Colombia, es la biblia para entender lo que pasó en el país. Eso fue en los 80. Entablamos una amistad y me dijo: “Jorge Eliécer, a usted le corresponde escribir el libro de la guerra, con el tono de El jardín”. Él había sido párroco en el Líbano, era de Chaparral. Un hombre maravilloso, sabio...
El más importante violentólogo contemporáneo en Colombia es Gonzalo Sánchez, director del Centro de la Memoria, que ha trabajado mucho la temática de la guerra, es del Líbano.
Guzmán Campos fue la segunda influencia más importante: empezó a proveerme de libros y documentos secretos para entender el fenómeno de la guerra, de esa guerra que él vivió tan cerca. Ese libro es producto de que Alberto Lleras hizo una comisión de paz, para entender las causas de la violencia. Ellos tres encabezaron ese estudio.
Posteriormente me alimenté de los libros de Arturo Alape, mi gran amigo, quien es uno de los cronistas e investigadores más importantes de la guerra. El Bogotazo es un texto fundamental. Empecé a estudiar la nueva interpretación de la historia de Colombia, distinta del discurso oficial. Y me dediqué a escribir la novela para monseñor Germán Guzmán, ya muerto, y quince años después me di cuenta de que tenía 2.500 páginas. Dije, esto editorialmente es imposible. Opté por hacer cinco libros que bauticé El quinteto de la frágil memoria. Tuve que reescribir casi todo, haciendo que cada libro tuviera su autonomía, pero que cada uno estuviera entrelazado con los otros.
Un trabajo faraónico...
Me entregué a eso y el primero que se publicó es El pianista que llegó de Hamburgo. Ya tiene cuatro ediciones. Y fue hecho en convenio con Conaculta de México. Y el segundo, dos años después, fue La baronesa del circo Atayde, que realmente es un poco la historia de mi abuelo artesano, y sus antepasados también artesanos rebeldes, y la historia del sueño de mi madre de ser una mujer del circo, una bailarina del aire, y con el telón de nuestra guerra. Posiblemente este año saldrá otro libro, que se llama Trashumancia, que es la historia de una familia que tiene que huir de la violencia. Es también sobre el Líbano y su mundo mágico.

Francisco Celis Albán