GERMÁN SANTAMARÍA Y SU VIAJE A PORTUGAL
Por: Carlos Orlando Pardo
No hubo políticos en la ceremonia de posesión de Germán Santamaría que como embajador en Portugal se cumplió en la casa de Nariño. En medio de pocos invitados por no ser el periodista tolimense amigo del bombo ni la figuración social, el breve acto daba punto final a los aplazamientos que una y otra vez hizo nuestro también novelista como no queriendo desprenderse de su tierra. Lo vimos sereno y con la misma sencillez de siempre saludando a sus íntimos en compañía de su esposa y de sus hijas. Después de las palabras elogiosas del presidente Santos subrayando su talento, su corazón y su lealtad a lo largo de no pocos años, cualquiera podría pensar que luego se daría un coctel, una cena o una fiesta, pero en su caso, porque es literalmente abstemio, hubo sólo la reunión estricta de familia adornado con chocolate santafereño y tamales de la tierra. Desfilaron por mis recuerdos muchos de los capítulos de su vida cuando lo observé con emoción levantando su mano derecha para el juramento de rigor. Me parecía verlo en sus tiempos de estudiante de bachillerato cuando dirigía obras de teatro para festivales, por sus meses como estudiante de topografía en la Universidad del Tolima o en los días largos dedicado a organizar la biblioteca de la Contraloría departamental en cuyas horas libres leía de manera endemoniada. Lo examiné cruzando con sus primeras crónicas para el diario El Cronista donde ya mostraba sus potentes garras para el oficio con un lenguaje contundente y unos temas que entonces a ninguno podría ocurrírsele y lo escuché de nuevo, acelerado, sobando una mano contra la otra mientras hablaba con pasión de Faulkner y García Márquez en un cafetín de la 19 cuando celebramos su Premio Internacional de Cuento en Cuba, muchos años antes de su premio Iberoamericano de novela en Chile con No morirás que fue llevado al cine por Jorge Alí Triana. Luego lo vi levantarse de su escritorio grande en el Incora desempeñado su tarea en la revista mientras cada quince días, cuando yo viajaba a la Radiodifusora Nacional para grabar mis comentarios bibliográficos, íbamos a almorzar a un restaurante barato en cuyo ritual le lanzaba siempre cien preguntas sobre autores y libros, porque en virtud a un duro golpe en la cabeza, un médico le dijo que podría perder la memoria y el ejercicio era cultivarla con encono. Al cabo de un año me dijo que no eran necesarios los interrogantes porque estaba curado definitivamente y ya salió a la revista Diners, en su condición de redactor, asombrando siempre con sus crónicas maestras que hoy estudian como clásicas en las universidades colombianas. Su paso al diario El Tiempo no se hizo esperar y tras negociaciones con don Enrique Santos, padre del actual presidente, se convirtió en una estrella cuando sus trabajos aparecían en grandes titulares de primera página. Fue un corresponsal de guerra y no hubo tragedia nacional o internacional que tuviera ausente su pluma maestra testimoniando los grandes hechos o las personalidades que protagonizaran una hazaña. Desde su primer trabajo sobre el río Bogotá donde afirmaba que “se arrastra como una serpiente leprosa”, obtuvo el Premio Nacional de Periodismo que habría de repetir en seis ocasiones, aumentando sus lectores cada vez mientras transcurrían sus doce años en el diario y las encuestas especializadas lo daban como el periodista más leído de Colombia. Luego fue jefe de redacción y director de la revista Diners por doce o trece años, al tiempo que figuró elegido presidente del CPB, estuvo trabajando en su profesión en el entonces recién creado Ministerio de Comercio con Juan Manuel Santos como director de la cartera y al final arrojando ideas y estrategias para reforzar el triunfo de su amigo que fue contundente en las pasadas elecciones. El aplauso fue largo tras su juramento y la primera dama lo abrazaba con calidez y emoción antes de que pasáramos sus amigos a estrecharlo. Los periodistas del Líbano Hernando Corral, Fernando Barrero, Román Medina, junto a otros colegas como Oscar Alarcón, Silverio Gómez, Cristóbal Ospina y Germán Manga, tenían la risa satisfecha de los recién posesionados porque todos se sentían ahí en ese solio de honor con un hermano de la vida y del oficio. Este hombre jovial de cuna humilde que pasaba sus vacaciones donde la abuela Vitalina en su finca del Líbano, el que estudió en la escuela Diego Fallon del barrio Belén su primaria y el de su bachillerato en el Instituto Nacional Isidro Parra, nunca tuvo padrinos diferentes a su propio talento y estaba ahí, con sus ojos de lince y su palabra fácil, convertido en todo un señor embajador, el quinto que tiene el Tolima en Europa a lo largo de su historia.