GERMÁN ARANGO MUÑOZ Y SU PREPARACIÓN PARA EL OLVIDO
Carlos Orlando Pardo y German Arango Muñoz
Vernos cada año en la Feria Internacional del Libro fue un ritual cumplido y celebrado. Lo hacíamos con el entusiasmo que uno se carga cuando se encuentra con auténticos amigos del alma, tan escasos en estos tiempos fríos donde el sentimiento fraterno parece una vergüenza. Ahí estaba con la elegancia que supo conservar hasta el último día desde cuando era un adolescente y con esa cara indagante de quien quería saber todas las cosas. No he conocido un poeta que en jornada continua permanezca tan impecable de pies a cabeza hasta en los actos cotidianos como si estuviera preparado siempre para una ceremonia. Pero no era una pose sino una actitud connatural a su manera de ser que inclusive en el lenguaje de todos los días manejaba términos que parecían versos recitados. Lo veo en las bancas escolares con sus buzos de lana que sólo examinábamos en las películas de la nueva ola en artistas como Enrique Guzmán o César Costa, con su estilográfica de tinta verde y los zapatos que simulaban un espejo. Lo miro salir de su casa grande en la calle real encabezando una tropa de diez hermanos rumbo al Instituto Nacional Isidro Parra y sus cuadernos bien forrados. Lo examino con el ceño fruncido y una mirada aparentemente perdida en la bruma de las montañas que rodean el Líbano. Lo evoco con su acordeón grande de teclas de piano marca Honner llevando el ritmo de nuestro conjunto de música Los monarcas del ritmo que él mismo bautizara como su director. Lo traigo con su sonrisa satisfecha de vencedor al recibir aplausos por el estreno de una de sus canciones dedicadas a las novias que desfilaron por su primera juventud. Lo acompaño a que nos deje consultar su biblioteca particular, la única que existe entre los muchachos por aquel entonces y paseo la mirada por las enciclopedias de lujo que Lalo Arango, su padre, le ha comprado diligente. Lo sigo junto a mis compañeros cuando solitario se dirige a tomar su cerveza costeñita en una cantina de la zona de tolerancia. Lo escucho dar tres pequeños golpes con sus zapatos negros para indicarnos el momento en que iniciamos una canción y me quedo mirándolo cuando es el único entre nosotros que prende y apaga cigarrillos sin que importe la presencia de los grandes. Lo persigo en la piscina de las Brisas yendo y viniendo por debajo del agua como un anfibio resistente y lo escucho contar sin rubor que días antes ha peleado ahí con un pulpo gigantesco o le entrego la plata de mi recreo con tal de ir a conocer una tribu de pigmeos que sólo él frecuenta rumbo al alto de la Polka con cara al nevado del Ruiz. Me río de verle su talante enamorado mientras le ofrecemos una serenata a Luz Delia Amado o Dolly Jaramillo y mucho más cuando damos veinte rondas en una sola noche para recoger fondos con destino al paseo de nuestro fin de año. Lo vigilo haciendo versos o declamando a los poetas de entonces con su memoria privilegiada y su voz de locutor antiguo. Le recorro su incomodidad cuando del Isidro nos expulsan y paramos en el colegio Claret en medio de todos los rivales de nuestro equipo de basquetbol. Nos aplaudimos al llegar a la junta directiva del centro literario de aquel tercero B y siento aún su abrazo fuerte cuando nos despedimos de la adolescencia en el Líbano al momento de nuestra partida desplazados por la atmósfera de la violencia. Después son contados los encuentros durante muchos años, hasta que sólo regresa a los congresos de escritores que organizo en Ibagué o en los lanzamientos de libros en la feria. Finalmente son conversaciones de pocos minutos donde me hace entrega de su último volumen de poemas dedicado en la primera página con su letra grande. Por último la súbita noticia sobre su cáncer de pulmón que recorre como un escalofrío sin fin todo mi cuerpo. Había dejado de fumar muchos años atrás y de beber un poco menos y ya se trataba de vicios que conservábamos entre los recuerdos, sin que los placeres de ayer no quedaran sin su cobro en el presente. Desde la clínica me llamaba dos o tres veces por semana para contarme de su delicado estado de salud y para que le ayudara a agilizar la venta de sus libros y poder comprar medicamentos formulados fuera del Plan Obligatorio. Fueron muchas las horas y los días transcurridos entre la desazón de su próxima partida y la enumeración de los múltiples recuerdos. Y aparece la muerte, seguro que con un poema de Eduardo Cote Lamus en los labios como si las palabras dichas por sí mismo fueran a acompañarlo en la travesía de su largo y último viaje al infinito. Y las evocaciones que se agolpan para decirnos que un hermano se ha ido, al tiempo que suena su acordeón entre la lejanía y lo veo aparecer de nuevo entre la bruma de la memoria y el afecto.  
Nota: GERMÁN ARANGO MUÑOZ Nació en el Líbano en 1946. Fue ante todo poeta pero también músico, vendedor de libros, periodista ocasional y director de talleres literarios. Publicó en 1986 bajo el sello Pijao Editores Preparación para el olvido; después vendrían Poemas de ausencia; Más allá del silencio; El centauro americano y Caminantes del alba.