ÁLVARO HERNÁNDEZ VÁSQUEZ Y SU PAÍS DE LOCOS
Por: Carlos Orlando Pardo
Hace ya 26 años, Álvaro Hernández Vásquez se inició en la tarea literaria pública con un renombrado éxito nacional que sus amigos celebramos entusiasmados en aquel ya lejano 1985, precisamente  cuando ganara el Premio Enka de Literatura infantil. Su colección de relatos publicados bajo el título de El libro cantor que reeditara hace poco Educar, le otorgó sin duda un puesto de honor en la literatura colombiana. Ahora, luego de más de un cuarto de siglo, surge su País de locos, segundo volumen de cuentos con el que se reafirma en su tarea como escritor y que publica Casal Gaudí editores que fundó y dirige el novelista Manuel Giraldo Magil. Con trece ficciones donde se advierte la madurez en la selección de las historias, la forma de narrarlas, el desarrollo de sus personajes y el juego de la ironía como una buena apuesta, el autor nacido en Ibagué ratifica su talento demostrando que la literatura y ante todo el arte de contar, no es un trabajo para ejercer bajo el manto de la improvisación ni escudados en la vanalidad, sino por el contrario, una tarea que requiere no pocos esfuerzos y una obstinada pasión por el oficio de escribir. La obra dedicada a la memoria de Hugo Ruiz Rojas con quien codirigió la revista Astrolabio, señala igualmente cómo fue un acierto su selección para diversas antologías trascendentes al estilo de La violencia Diez veces contada, Trece cuentistas colombianos y El Tolima cuenta publicadas por Pijao Editores. Ya en el 2008 cumplió su estreno como novelista al presentar Tiempo sin nombre dentro de la selecta colección de 50 novelas colombianas y una pintada, aunque en 1995 debutó con su poco afortunado libro de poemas bautizado Funerarium.
¿Pero qué es lo que logra Hernández con su libro? Lo primero definir que por encima de los avatares diplomáticos o profesionales, inclusive políticos en su juventud, su devoción por la caricatura o el teatro, el cine y la música, ha sabido sobrellevar sin renuncias su carrera de escritor sin que lo acompañe afán por publicar. Y lo segundo, hacer una apuesta y ganársela porque su libro no categoriza en la montonera donde reposan tantos textos de los que cada día salen apoyados en la vanidad, el ánimo de notablato, el afán de lucro, la mediocridad rampante y la indudable matrícula en la miserable escuela del olvido. No. Este libro se vuelve obligado punto de referencia si se trata de la buena literatura hecha en Colombia. Aquí la historia como tal en algunos de sus relatos es protagonista y la referencia a personajes no siempre notorios cumplen su papel, recordándonos que ese maridaje entre historia y literatura tiene cada día gran vigencia y se convierte en un puntal fuerte para que no pase desapercibida y tenga trascendencia. No son cuentos breves y a veces tiene uno la impresión de que guardan un tono novelesco, pero ante todo saben crear la atmósfera, requisito esencial para volver creíbles los relatos. La literatura, como dijera Juan Rulfo, es una mentira pero no una falsedad y es ahí donde radica parte de su encanto. En muchas ocasiones pareciera acercarse más a la crónica imaginativa donde la entelequia predomina en su curso pero bajo el traje del humor y la ironía, factores tan escasos en la literatura del país. Transcurren sus historias en una ciudad supuesta que llama bajo un anagrama juguetón Aguibe, fiel al viejo y ya gastado prejuicio de no mencionar lugares por su nombre real. Es el absurdo complejo de no parecer aldeanos sumidos en el marasmo de la parroquia y en los asuntos regionales, es decir, lejos de la categoría del costumbrismo, como si el lenguaje y el tono universal que utiliza no fueran suficientes para que sus relatos encarnaran de por si el sabor internacional y se cargara todavía el complejo de huir a los espacios que tenemos al frente. Eso estuvo bien para William Faulkner con su Yoknapatawpha, Rulfo con su Comala, Onetti con su Santa María o García Márquez con Macondo, pero no ahora en estos tiempos cuando la literatura impone otras connotaciones. Sin embargo, es la tarea del ejercicio sagrado de la libertad en un escritor que llama las cosas como le da la gana y que seguramente, por lo que dice, no quiere pre conceptuarse ante el lector o enmarcarlo ante un territorio donde los hechos pudieran estar fuera de zona. Antes que historias, se detiene en la reflexión alrededor de la conducta de los aguibotas como estudiando la mentalidad de un no lugar, donde el absurdo y la vanalidad parecen ser la esencia de su comportamiento, pero que corresponde a lo paradójico de una provincia donde reina la irracionalidad y es admisible apenas la usanza de las sin razones persiguiendo lo vacuo como esencia. País de locos, al fin y al cabo, porque todo parece girar en torno a excéntricos perturbados, aunque no lejos de la realidad que hemos vivido. Salvo el hermoso y conmovedor relato de Epifanía bajo la lluvia, su Relación del cautiverio de un ídolo en el Nuevo Mundo o Una orden para comparecer, el autor se diluye en reflexivos alegatos que son más una tesis cáustica y humorística que abrazan su universo narrativo bajo la socarrona mirada de un criticón agudo e ingenioso, pero sin lograr, a mi juicio, salvo un lenguaje exquisito e impecable, impactar desde lo clásicamente literario, aunque no deje de ser divertida su lectura. En no pocas ocasiones, la estrategia narrativa parece ir al ritmo de la crónica con un humor semejante al de Daniel Samper padre o hijo, inclusive de Noé Ochoa, donde el esplendor genial despierta siempre una sonrisa. Por lo demás resulta grata su lectura y nos produce alegría examinar la madurez de un autor que siempre hemos querido y admirado. No tuve el privilegio de asistir a su lanzamiento en Ibagué ni a la tertulia que usualmente se hace en estos casos, quedándome un sabor de ausencia doloroso, pero ante los inconvenientes que me alcanzaron para impedirlo, me di a la tarea de leerlo con detenimiento y a sentir placer con sus historias, goce por su lenguaje y admiración por el amigo.