Del inmenso escritor norteamericano Ernest Hemingway he sido un devoto lector y uno de sus centenares de admiradores a lo largo de mi vida. Desde cuando era un adolescente leí apasionado El viejo y el mar y en 1961, cuando puso fin a sus días un 2 de julio y yo cursaba mi primero de bachillerato, sentí que alguien muy cercano se había ido de pronto. Sólo 62 años le bastaron para lograr vivir como hoy en el territorio de la inmortalidad. A los 20 años era ya un escritor sólido y a los 50 toda una figura estelar de la literatura, un periodista intenso y preciso que cubría las guerras y los grandes aconteceres y un autor de novelas que aún se leen con pasión. Lejos estaba de saber entonces que su obra le mereció en 1954 el Premio Nobel y era mirado como un clásico de la literatura norteamericana. Después, atraído por el resto de su obra, seguí sus pasos con veneración porque parecía una estrella de cine por lo aventurero de su vida entre conducir ambulancias en la Primera Guerra Mundial, sufrir heridas y mudar de país como de esposas alcanzando cuatro matrimonios, o ser testigo del desembarco de Normandía y la liberación de París.

 No pocos libros se han escrito sobre su itinerario. Lo único cierto es que me faltaba en el recorrido de sus huellas conocer Cayo Hueso, ubicado en Key West, donde terminan los Estados Unidos al sur de su geografía. Logré cumplirlo acompañado del poeta Luis Carlos Fallon e Isabella, su esposa, de Carlos, mi hijo escritor y periodista y de mi amada Jackie. Fueron tres horas desde Miami por grandes autopistas y un puente de varios kilómetros sobre el mar, a lado y lado, desde donde se contemplan los alcatraces y las gaviotas persiguiendo comida o se ven cruzar lentos los veleros. Key West es un poblado pintoresco de unos 25 mil habitantes de apenas 18 kilómetros y cuya población es esencialmente de blancos, sin que falten los afroamericanos, los amerindios y los asiáticos en breve porcentaje. Se trata de un lugar de ensueño cuya arquitectura es diversa y llena de colorido, donde los turistas alquilan bicicleta, como en Holanda y los gallos hermosos de pelea se pasean tranquilos por las calles o dejan escuchar sus cantos. Allí está ubicada la casa de Hemingway, donde vivió con sus dos hijos y Paulina  Pfeiffer, la segunda de sus esposas y hoy está convertida en un museo. La propiedad fue dejada a sus gatos que se han reproducido con el tiempo y adornan la mansión entre lámparas de murano, muebles del siglo XVI y XVIII, su biblioteca, su amplia habitación, los sillones para su lectura y una enorme piscina en uno de cuyos ladrillos, como un diminuto monumento, se encuentra la última moneda que le restaba y dio a su esposa. Adentro existe una tienda donde venden sus libros y las películas que de sus novelas fueron llevadas al cine protagonizadas por las grandes estrellas de entonces, sus retratos de diversas épocas y camisetas con su figura de vikingo. Había tomado varias veces café en el hotel Cosmos, ubicado en las Ramblas de Barcelona donde me dijeron que llegaba de paso, me detuve en el hotel al pie del teatro Ópera en Paris, el Ritz, una de sus estaciones y recorrí embelesado su enorme casa en Cuba, en Finca Vigía, a 24 kilómetros de La Habana, donde vivió una década, alternando con viajes a otros continentes.  En cada una de sus casas escribió varios libros que le dieron dinero y fama y estableció a través de su prosa un estilo definido que influyó a demasiados escritores. De su generación donde encontramos grandes novelistas del tiempo de la post-guerra brota la gran literatura. Emocionado al recorrer sus pasos, no era posible después sino dirigirnos al bar del novelista en Cayo Hueso, Sloppy Joe, para beber unos mojitos y encender su memoria y sus recuerdos, al tiempo que imaginar, en la barra donde acostumbraba sentarse, su bohemia con John Dos Passos que fue a visitarlo.  Lo mejor vino cuando Isabella, la esposa del poeta Luis Carlos, biznieto de Diego Fallon, me entregó una camiseta con mi nombre dedicada supuestamente por Hemingway con su enorme figura, para sentir otra vez que su espíritu se metía en el mío y debería regresar a sus libros.  Mi hijo y yo brindamos a la salud todavía luminosa de la obra del escritor que se volvió una leyenda.