ARMERO VUELVE Y JUEGA

La tragedia de Armero comienza a aparecer tan re­mota como si ya perteneciera a la leyenda. Buena parte de quienes lograron salvarse se encuentran diseminados en varios lugares de Colom­bia bajo el manto de la derrota. En algunos de los barrios de Ibagué es fácil tropezarse con los damnificados cuyas escenas de la hecatombe no han sido borradas de sus vidas. Son variados los esfuer­zos por reunificarlos para compartir siquiera los recuer­dos y la pobreza porque a pocos parece preocuparles su destino. Pero todo es inútil en un mundo donde las noti­cias del día tapan como el lodo las de ayer. Y de ese Armero de ayer quedan en forma marginal unos doce mil habitantes y otro tanto que estaba por fuera al momento de la trage­dia. Todos aquellos que resultaron con identificación o carné de Resurgir llegaron casi a veinte mil, provenien­tes de otros lugares del país y del mismo departamento porque vieron allí la posibilidad de levantar un auxilio, un lote, una casa, servicio médico y algunas nuevas es­peranzas. Para los sobrevivientes nada endulza sus momentos y el recuerdo de su pueblo es una penumbra lejana ence­rrada fantasmalmente en la melancolía. Todo parece pa­lidecido o borrado y en el fondo están las cosas sin alma o el alma misma de las cosas entre un himno precario de muerte, de quietud dolorosa, de multitud de pensa­mientos confusos y la voz de los recuerdos asomando en la conversaciones cotidianas. La memoria de los lugares es cariñosamente triste y las plegarias parecen ilusionar­los en un pronto retorno a los lugares de su inconsolable ruindad. Todo está prisionero en el ramaje del barro y sumidas en la opacidad, apresadas con la decoración de la som­bra gracias a una tempestad desconocida, a una angus­tia espantosa desde la noche siniestra que avanzó sobre ellos con su estertor de muerte en ritmos de avalancha. La evocación de quienes tendían la mano hacia el espa­cio pidiendo ser desaprisionados estaban aún siendo el símbolo. La gente atrapada entre zarzas de barro aullaba en la desesperanza con un angustiado sonido de terror sin un minuto para sentir siquiera resignación y sólo tratando de lograr misericordia. La que hoy es una hoguera lejana en el silencio de una desolación mayor, deja en los so­brevivientes el recuerdo imborrable de una tragedia que las palabras prenden a diario para que no se olvide su nombre y la derrota.

 De sus entrañas y de sus historias se produjeron varios libros, documentales, películas, estudios que se deshacen en medio del moho en fatigosos escritorios de profesores universitarios y por encima de eso el rutilante olvido, la indiferencia y apenas la evocación distraída cuando cada año se conmemoran doce meses más de la tragedia. Ahora cumplimos 29 años y queda por lo menos el ejemplo para que tantos damnificados de las nuevas desdichas que han desgarrado nuestro ánimo no sufran el mis­mo mal de la indiferencia. De manera usual cuando sucede una desdicha, el escándalo, las noticias, los titulares y la movilización tienen su impacto, pero días después alcanzan el olvido de la atención pública. Sin embargo no pocos afectados continúan ahogándose en los problemas que vienen luego de la ayuda inmediata. Todo parece apenas un recuerdo. Al fin y al cabo, como diría Borges, “Toda casa es un candelabro donde las vidas de los hombres arden como velas aisladas”.