HERNANDO GONZÁLEZ
UN QUEMADOR DE NAVES
Acaba de morir a
los 75 años este escritor, musicólogo, fotógrafo y hombre de cine y teatro a
quien sus amigos llamábamos Poca Lucha.
Hernando González Mora quemó varias veces las naves y emprendió
otras tantas su penoso retorno. Pero estuvo ahí, en su último barco, la
literatura y la música, en cuyas aguas navegaba salvando tempestades y escollos
para llegar a tierra firme, sin brújula diferente a la de su propio deseo de
terminar su novela Bolero, que recoge
una época siempre vigente en América Latina y algunos olvidados rincones de
Europa. Gonzalez, que a veces era confundido con un médico de igual nombre y
apellido o muchos que proliferan en varios lugares de Colombia, no fue otro distinto al nacido en
Cajamarca, la tierra de José Pubén, César Valencia o Jorge Eliécer Barbosa, el
amanecer del 27 de enero de 1940.
Su madre, Blanca
Esther Mora, fallecida y oriunda del norte y Amador González, su padre de
nombre novelesco, hijo de uno de los fundadores de Anzoátegui, conformaron una
familia de seis hermanos residenciados en Estados Unidos, Bogotá e Ibagué. Pero
lleguemos a la infancia. Y en la escuela central que tiene el nombre de Diego
Fallon y que el futuro intelectual va a conocer como el primer poeta de su
vida, está cantando frente a sus compañeros de banca el poema de La luna en
algunos actos escolares. Allí es donde transcurre su primaria habiendo leído El
Quijote a los 11 años, cuyo paseo debe
acompañarlo de diccionario para traducir términos por él desconocidos.
Adelante, lecturas diversas le condujeron al camino de la crisis donde antiguos
y cimentados valores, al igual que la violencia política, le enfrentaban no
sólo consigo mismo sino con las autoridades educativas institucionalizadas. Lo
que llevó, como un transeúnte, del colegio Tolimense al San Luis, y finalmente
al Nacional San Simón donde terminó su bachillerato. Y en este bambuqueo de su
adolescencia, teniendo como condiscípulos a Augusto Trujillo, Luis Eduardo
Quintero, Hermes Tovar, Rafael Aguja Sanabria y Humberto Molina, tantos otros
que como los mencionados brillaron con luz propia en la vida social, económica,
política e intelectual del departamento y fuera de él, organizaron movimientos,
paros, protestas, huelgas, por lo cual llegarían a calificarlos como los
rebeldes sin causa por mucho tiempo. Corren los años cincuenta y al fondo, en
la formación de aquella juventud del colegio fundado por Santander, están las
luces de Alfonso Torres Barreto, legendario profesor de varias generaciones.
Pero antes de ingresar a terminar su segunda enseñanza, expulsado de los
colegios regidos por sacerdotes, Hernando González Mora hace de mensajero en la
gobernación bajo el comando sabio y prudente de Darío Echandía, un conductor al
que ha de admirar muchos años e imitar en estudios. Los tiempos que corren y su
capacidad de líder estudiantil probado, le llevan a ser estudiante de derecho
en la Universidad Externado donde fácilmente, por sus arrogancias beligerantes
desde lo ideológico, lo sitúan en el Consejo Estudiantil del Alma Mater.
Los mejores novelistas y guionistas que elaboraban la
contracultura hippie contra la sociedad de consumo, gentes como Ginsber,
Kerouck, Tomas Wolfe, todos los beatnicks, Bob Dylan, cine Underground, son
parte de sus frecuencias y del mundo donde se quemaron tantos y valiosos cerebros
de su generación.
En ese marco cultural y político, pasan rápido seis años
entre exposiciones y conciertos de rock, extensas sesiones de cine,
conferencias y recitales, disciplina de varias y largas jornadas en
bibliotecas, combinándolas en un principio, antes de vivir de actividades
culturales, con oficios como el de camarero de restaurantes o barman. Todo
mientras llega el dinero que habría de ganarse en laboratorios de fotografía,
de cine y de otros trabajos que le otorgan por fin una vida comoda. Y en el
retorno de los brujos, su regreso al país, viene irrumpiendo con gentes y
movimientos en el que participan Pepe Sánchez, Carlos Álvarez, Gabriela Samper,
en un cine comprometido con la realidad política y que es reprimido en el
paisaje de la falsa democracia. Refugiado por lo tanto en la foto publicitaria,
el desfile de modelos, la foto comercial va con éxito pasando la vida en una
época de apartamentos lujosos, bibliotecas almibaradas y los mejores vinos y
comidas, hasta que culmina esta etapa en una muestra de su obra completa que hace en la Universidad del Tolima quien
la adquiere toda y hoy se halla dispersa en oficinas y consultorios,
residencias burguesas o medianas y cuartuchos de hotel de sus amigos. Con esta
exposición quema de nuevo sus naves y comienza a escribir guiones para
televisión.
Haciendo miniseries de diez horas como "El
Arribista", basada en una obra de Maupassant y documentales para cine como el del café, un
clásico sobre el producto hecho para la Federación de Cafeteros, empieza a
redondear otra etapa de su vida. Finalmente, luego de haber publicado relatos
en el Literario de El Tiempo como "La memoria de Camila Lara y aparecer en
antologías tales como El Tolima cuenta, junto a la plana mayor de narradores de
su departamento y seleccionado para Cuentistas del Tolima Siglo XX, dedicado
marginalmente a estudios de folclor que conformaron otra de sus pasiones,
siguió sobre la máquina de escribir con disciplina de deportista y al ritmo del
bolero, buscando hallar la melodía de su prosa para una futura novela que nos
quedamos esperando. Entre tanto siguió esperando ver publicado su libro de
relatos La vocación de la hermana Ángela,
sus crónicas sobre Armero publicadas en El Espectador, las conferencias sobre
bolero o música en cuyos temas fue un experto deslumbrante y continuaron sus
cuadros al óleo exponiéndose en oficinas, casas y apartamentos, como un reflejo
de su talento en otro campo. Su último trabajo fue la dirección fotográfica
para el libro de lujo que Pijao Editores publicó sobre Ibagué con textos de
Hugo Ruiz. A quien sus amigos cercanos llamamos Pocalucha como una ironía
porque fue notorio su trabajo, siguió estacionado en Ibagué recorriendo sus
calles, compartiendo tertulias, rasgando de vez en cuando la guitarra y dejando
oir sus últimas lecturas como un devorador incansable de libros. Murió a los 75
años el 14 de enero a las diez de la mañana de este 2015 y un día antes
estuvimos visitándolo en su lecho convaleciente bajo el clima del barrio Belén.
Se hallaba enfermo pero animado y hoy nosotros estamos todo lo contrario con la
partida de un amigo entrañable que nos hará siempre falta.