Fue
más que proverbial la presencia de Luis Eduardo Vargas Rocha en la vida social
e intelectual de la región. Y paradigmática, sobre todo, porque aún en el
camino de las nueve décadas continuaba con la disciplina de un adolescente
entregándonos lo mejor de su extensa tarea investigativa. Y todo para conservar
la memoria de tantos a quienes debe el Tolima su beneficio y su recuerdo.
Ahora, con motivo de su fallecimiento a los 95 años, no pocos han evocado su
paso por cargos como el de alcalde de Ibagué, secretario de educación o
secretario de salud departamental en su época, e inclusive su faena en el campo
de la música con su ya legendario grupo Chispazo, sin olvidar que fuera miembro
de la Academia Nacional de Medicina o de la Academia de Historia del Tolima.
Este
lector disciplinado y amante del estudio que lo llevó a especializaciones y
maestrías en universidades de los Estados Unidos, convocaba inolvidables
tertulias en su consultorio de prestigioso urólogo. La simpatía y el don de
gentes que mantuvo en su periplo, encarnó un bello ejemplo y mucho más cuando
no ahorró esfuerzo alguno para servir a su comunidad. Examinándolo, puede
decirse sin lugar a la duda, cómo representó una labor admirable y
siempre digna de quitarse el sombrero a lo largo de su fructífera existencia. Era
parte del paisaje amable de Ibagué y dio gusto espiritual entablar
conversaciones con él durante muchos años donde fuimos honrados con su amistad
entusiasmada. Conservamos gratitud por haberlo conocido y evoco ahora sus
publicaciones, tales como Médicos y medicina en Ibagué, un amplio y minucioso
recorrido que nos trae su libro de pulcra edición a lo largo de 319 páginas.
Abarca casi 40 años si se parte desde 1941 a 1980.
Nos
recuerda allí, con la admirable sobriedad de su estilo, cómo fue la
parsimoniosa evolución de nuestros hospitales y clínicas e inclusive se detiene
en un curioso e iluminador capítulo de época alrededor de las boticas,
farmacias y droguerías. Viaja con ojo clínico e indagante por el camino de las
enfermedades del tiempo transcurrido entre 1941 y 1960, transita como por una
radiografía señalándonos cómo estaban configurados los servicios públicos y
traslada con detalle de fechas hasta una reseña eclesiástica, los
acontecimientos médicos mundiales y la atmósfera de la música y sus cultores,
sin dejar por fuera el listado de nuestros gobernantes y alcaldes. Es fácil
encontrar allí un pasaje referente a la vida cotidiana y a los elementos que
marcaron la conducta de una sociedad, pero que fueron los mojones mediante los
cuales se fue construyendo la comunidad de hoy. Finalmente aporta un extenso
pero útil mosaico donde puntualiza los médicos que ejercieron en Ibagué y
concluye un segundo capítulo que resume la existencia de la capital entre 1961
y 1980 con los mismos parámetros y temas del anterior.
Para
los historiadores que pretendan conocer cómo fue el transcurrir de la ciudad
respecto a hospitales y clínicas, droguerías y farmacias, enfermedades de época
y servicios públicos, entre otros, tendrán de manera indispensable que
estacionarse en un volumen que no fue producto sino de una larga paciencia, de
un definido amor por su profesión múltiple de ciudadano, médico, educador,
músico, amigo y amante esperanzado de la vida. Largo sería detallar aquí la
numerosa cantidad de sobresalientes médicos que hacen historia como lo advierte
su editor, pero nunca el reiterar la admiración por la obra y el prosista de
este gratísimo testimonio. La útil memoria que dejó consignada para el presente
y el porvenir Luis Eduardo Vargas Rocha, imprime desde ya la seguridad de que
no somos un pueblo sin una historia tan singular como la suya y la que
desarrolla su libro, porque aquí no sólo se detiene en la mentalidad de un
extenso ciclo sino en la vida y la obra de aquellos profesionales afirmativos
que dieron su existencia para combatir enfermedades y lograr bienestar. Por
fortuna ya no quedarán en el territorio del olvido los defensores valientes de
una sociedad como la nuestra, precisamente porque gracias al ilustre académico,
tenemos un bello compendio que es significativo alimento para nuestro espíritu
y para nuestra historia. Se dice que la única pista para saber lo que puede
hacer el hombre es averiguar lo que ha hecho y en ese sentido lo que el hombre
es.
De
otra parte en Ibagué, médicos y medicina, en maravillosa edición que se
suma a su anterior trabajo investigativo, tiene el recorrido que va desde 1880
a 1940, no sólo con un acertado marco histórico para cada una de las tres
épocas que estudia, sino que además de los médicos destacados en cada una de
ellas, recorre lo que fuera tan importante en el ejercicio de la
medicina, tal el dibujo de las casas de salud, la forma en que funcionaban los
servicios públicos, las boticas de época, sus píldoras y Tricófero de Barry, los
avances científicos y hasta los mandatarios de aquellos años. Los
remedios y el tipo de medicamentos de entonces podrían llamar a risa, pero así
fue aquella ciudad de partos y comadronas. No es fácil mantener intacta la
paciencia y el entusiasmo a lo largo de muchos años para informarse, llegar a
documentos indispensables, escuchar opiniones, verificar fechas, relatar las
anécdotas más ilustrativas, conseguir fotos e iluminar la trayectoria de un
oficio para testimoniar con responsabilidad un largo período de nuestra
historia. Ese empeño sólo fue posible en almas como la de Luis Eduardo Vargas
Rocha, este ciudadano ejemplar que murió a los 95 años con sobrados títulos en
su profesión, honores internacionales y ante todo un incontrolable amor a su
tierra, a sus gentes y a su oficio. Para saber cómo fueron aquellos caminos, la
mejor vía es este libro que no únicamente refleja la historia sino que la hará.
Como la hizo el autor que es inolvidable y cuya partida deja el vacío que en su
campo nadie llenará.